No es nada nuevo el fenómeno del incendio que aún asola los montes de la Isla Bonita, como tampoco lo es que en el noventa por ciento de los casos tengan origen humano intencionado e involuntario. Y aunque esta vez haya sido lo segundo, el daño será reversible a plazo largo, porque la naturaleza se regenera en otros parámetros de tiempo mucho más largos que lo que dura una vida humana. Lo cierto es que, a pesar de ello, las desgracias vuelven cíclicas y en aumento, por el propio crecimiento poblacional. Visto lo cual, volveremos a celebrar la festividad de la Virgen de Candelaria, coincidiendo con la Asunción de María. Una celebración arraigada que se cambió ante las inclemencias en febrero (su fiesta litúrgica), que hacía muy penosa la caminata a los peregrinos en pleno invierno, con la cordillera dorsal aún nevada. Pero como el progresivo cambio climático apunta hacia un futuro periodo de sequía, bueno sería (aunque cambiar una tradición es casi imposible) retornar de nuevo a la antigua celebración del dos de febrero. Para alguien que lo ha vivido en el mes más caluroso del año, no le resulta ajeno el rigor predominante de las altas temperaturas en plena concentración multitudinaria de fieles durante todos los ritos del ferragosto. Tampoco, y esto es muy importante, el riesgo latente de un incendio fortuito en los senderos arbolados. Dicho sea esto último sin contar con que el Cabildo decrete la prohibición de transitar por las zonas boscosas antedichas, pues tal como el que persiste en La Palma, una negligencia banal ha originado una catástrofe desproporcionada con pérdida de vida humana. Bueno sería, por tanto, que las autoridades medioambientales tomaran severas medidas de prohibición.

A tenor de la conquista, los invasores tenían la costumbre de proceder con anterioridad con métodos menos lesivos que las armas; de ahí la labor misionera en Tenerife -la mayor de las islas de realengo aún por dominar- y el consiguiente desembarco de la imagen por unos frailes misioneros venidos de Lanzarote. Lo posterior, ya por todos conocido, forma parte de esa mescolanza de leyendas y tradiciones que terminan arraigándose en la feligresía, esencialmente entre la gente más llana y sencilla, que da lustre a una celebración anual en todo el archipiélago, teniendo como eje central a la Villa Mariana de Candelaria. Por ello voy a concluir con un hecho narrado por fray Juan Abreu y Galindo, un franciscano andaluz afincado en Gran Canaria, que sin embargo conoció algunas otras islas y sus leyendas, que plasmó en su historia de la conquista de Canarias.

Así, pues, por desavenencia con el mencey de Güímar, Diego de Herrera e Inés Peraza resolvieron devolver la imagen que anteriormente se habían llevado a Lanzarote, aunque previamente y para dar mayor ornato encargaron un tabernáculo en que ponerla. Como quiera que este resultó algo corto para situar la imagen, se encargó la obra de alargamiento a un carpintero local, que no se le ocurrió otra medida que aserrar la peana para disminuir su altura. Así lo hizo y la encajaron finalmente en el angosto retablo. Mas la narración habla de que por su acción el carpintero se "tulló" y nunca más pudo trabajar con sus manos; y el mayordomo, Juan Álvarez, que consintió tal destrozo, perdió y consumió todos sus bienes convirtiéndose al poco tiempo en pordiosero.

Curiosa anécdota orientada hacia el respeto y veneración de la sagrada imagen. Dicho lo cual, insistimos en la medidas de prevención contra incendios en los caminos de los montes que conducen a Candelaria. Eje mariano de Canarias.

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