"Muchos niños son brillantes aunque sus notas digan lo contrario". La pedagoga Nora Rodríguez lo afirma con rotundidad en una entrevista que publicó ABC a comienzos de verano. La investigadora ha elaborado un libro titulado "Neuroeducación para padres", en el que, según se explica, trata de "ayudar a las familias para que entiendan cómo funciona el cerebro" de los niños y niñas, mientras los padres y las madres se entregan a la complejísima tarea que es educar. Me doy cuenta del interés que despierta la noticia. Nada más colgarla en el Facebook, el enlace voló a otros tantos muros.

Nora Rodríguez ya aclara desde el inicio que no dispone de recetas mágicas,pero le llueven las preguntas acerca de qué hacer o no hacer, cómo hacerlo o cómo no caer en tal o cual error. La investigadora cuenta que para que salgan a la luz los talentos de las criaturas o los adolescentes, los padres pueden "poner al alcance de los hijos experiencias y problemas cotidianos". No me detengo en los casos prácticos que cita y voy a la explicación, que es con lo que yo me quedo. De este modo, dice, "les ayudan a percibir sus capacidades naturales, les permiten sentirse satisfechos y exitosos, pero fundamentalmente, plenos interiormente". Tal y como lo explica la científica, "a medida que descubran sus habilidades, averiguarán también aquello que les causa verdadero deleite. La verdadera llama que enciende la motivación proviene del talento, de aquello que te hace brillar". Es en este sentido cuando sentencia con el categórico titular: "¡Muchos niños son brillantes aunque sus notas escolares digan lo contrario!".

Y tanto que sí. Lo urgente, me parece a mí, es caer en la cuenta lo antes posible.

De pronto me acordé de Daniel Pennac, un escritor francés del que guardo un reportaje editado hace unos años y que he localizado entre mis papeles. Pennac fue además profesor durante veintiséis años y en 2007 escribió un libro que llamó "Mal de escuela". El autor vuelca en él su experiencia: de alegría como docente; de sufrimiento como alumno.

Pennac afirma que era un "alumno muy, muy malo: no hacía los deberes, no estudiaba...". "Como todos los malos alumnos" -señala- que encontró en su vida de profesor. "Me inventaba explicaciones para justificarme" y afirma que "mentía constantemente" en el colegio y en casa. Con todos los requisitos para cuadrar un fracaso escolar en toda regla, el adolescente Pennac de quince años dio con un profesor de literatura que "escuchaba atentamente" sus mentiras. Tenía imaginación, "cierta imaginación narrativa". Así que el profesor de literatura le encargó una novela. Tal y como lo cuenta, le dispensó de la tarea del trimestre a cambio de que todas las semanas le entregase un capítulo de la novela. "Y en la medida de lo posible -le dijo- sin faltas de ortografía". Pennac lo describe como una "genialidad pedagógica". "Por primera vez encontré a alguien que me permitió centrarme en mí mismo". Y yo diría, sin exagerar, que le salvó la vida.

El escritor figuró entre los zoquetes de la clase. Utiliza el término francés "cancre" (zoquete) cuando narra su vivencia. No quiso escribir un libro sobre la escuela. En un gesto de valentía, generosidad y modestia -según creo- quiso escribir un libro sobre el dolor del zoquete y sus daños colaterales. "Un dolor que no desaparece del todo (...) El zoquete está a mi lado (...) Mi ventaja es que yo tengo más experiencia que él, que sigue siendo joven".

Pennac escribe desde entonces y ahí encontró su brillo, su forma de contribuir, de ganarse la vida, y hasta de vadear complejos. Tuvo suerte, alguien supo ver en él más allá de lo aparente.

@rociocelisr

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