Me despierta más interés la gente que de vez en cuando dice con modestia: "No sé, no lo tengo claro". No digo que la duda tome el mando, me refiero más bien a permitir que la duda se cuele a veces entre rendijas, a no darlo por sentado, a repensarlo de otra forma, a remirarlo. Con el paso del tiempo veo la bondad de planteamientos que se sostienen, que se convierten en brújula. Pero otros, otros planteamientos abandonan seguridades y emergen como interrogantes. Ya no tan evidentes, no tan inapelables. Me acuerdo de Mario Bunge, el científico al que con noventa y tantos años a su espalda le leí aquello de: "He cambiado bastante de pensamiento".

No digo que la duda bloquee la decisión. No decidir, para mí, no es ya decidir algo, sino indecisión. Lo que digo es que la determinación o la idea no queden sujetas, como constreñidas por una realidad que, sin embargo, de forma natural da continuos volantazos. Zygmunt Bauman, otro nonagenario considerado referente del pensamiento mundial, es el sociólogo que nos habló de la "modernidad líquida" para explicarnos cómo son las cosas en nuestra sociedad postmoderna "flexible y extraordinariamente móvil", semejante al agua que contiene un vaso y que, con solo decantarlo, se modifica. Una realidad tan cambiante y tan desafiante que nos obliga a una adaptación constante, que nos empuja hacia nuevos enfoques, a revisarnos. El informe anual del Foro Económico Mundial sobre el capital humano señala la "flexibilidad cognitiva" como una de las habilidades que serán más demandadas a los profesionales en 2020.

Llevo unas cuantas páginas leídas del libro que Victoria Camps publicó este invierno pasado titulado "Elogio de la duda". Ahí expresa su deseo de "dar cuenta de la utilidad de la filosofía para aprender a dudar y, en definitiva, para aprender a vivir" -cosa natural para ella, que ha dedicado su vida a estudiar y a enseñar filosofía-. Según esta catedrática de Filosofía Moral y Política, "aprender a dudar es asumir la fragilidad y la contingencia de la condición humana que no nos hace autosuficientes". Aunque -añade- "no podemos dudar de todo ni empezar de cero a cada rato. Existe un núcleo de verdades (...) logros conseguidos por la humanidad a lo largo de los siglos. No todo se ha hecho mal y tiene que ser revisado". Camps aclara que no quiere hablar de la duda "derivada de la falta de seguridad en uno mismo". O esa clase de duda que inmoviliza o te deja empantanado, indeciso. A la que se quiere referir es a la duda que nace "de la debilidad intrínseca a la condición humana, a sujetos que se saben vulnerables y dependientes".

En este primer capítulo que tengo entre las manos, me llama la atención la alusión a la experiencia y a cómo esta "nos da de bruces con la duda". Aquí descubro a Montaigne, que por lo visto andaba preocupado por "saber vivir bien la propia vida". Por eso, se leyó a fondo a los clásicos, no para desarrollar teorías, sino para ver cómo vivían, qué apreciaban, qué preferían. Lo que este pensador encontraba interesante y útil eran "las vidas sencillas", "las anécdotas cotidianas", que para él eran "fuente de conocimiento". Las dudas y el sentido común conducen a Montaigne a tratar de conocerse. Esto -afirma- "es lo más saludable" para él y para los demás.

Dudar -en la línea de Montaigne- es un ejercicio de modestia -dice Camps-, "es una actitud reflexiva y prudente que busca la respuesta más justa en cada caso". Y que se apoya en las vivencias. Es entender la sabiduría no tanto como una acumulación de certezas, sino de experiencias.

@rociocelisr

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