Son como niños. Pero no son niños. O lo que es lo mismo, no tienen gracia. Se acusan unos a otros de esto o de aquello, como en una pelea de patio de colegio, pero mientras, cobran subvenciones millonarias por escaños y votos. Y se gastan entre ciento sesenta y doscientos millones por campaña electoral. Llevan dos en menos de un año y vamos camino de la tercera.

Lo peor de ayer es la sensación de que fue algo perfectamente inútil. Rajoy soltó un discurso como el que ladra a la luna. Los suyos le oyeron, pero no le escucharon, porque diga lo que diga están con él. Los adversarios le oyeron, pero no le escucharon, porque diga lo que diga están contra él. El Congreso es un patio de monipodio político con trescientos cincuenta sordos sectarios. Nadie convence a nadie. Nadie escucha a nadie. Cualquiera puede subir a la tribuna para declamar el advenimiento del fin del mundo que su advertencia caerá dulcemente en el más aplastante desinterés.

Después de decir que no iba a apoyar a Mariano Rajoy y que no iba a votar por un Gobierno del PP, Albert Rivera firmó un acuerdo por el que se desdecía. "Estoy dispuesto a no tener credibilidad por el bien de España", dijo el lunes. Pues tú mismo. Ciudadanos ha terminado anunciando públicamente su apoyo a la de momento inútil investidura de Rajoy. Donde dijo digo, dice Diego. ¿Y qué más da? En el PSOE no están mucho mejor. Siguen encasquillados en el no. Pero ¿no a qué? Al gobierno de los recortes, del castigo a los menos favorecidos, dicen. Bueno, pero ese es el Gobierno del PP que ya fue. Estamos hablando del que va a ser. El mismo que firmó con Ciudadanos un documento con ciento cincuenta puntos de los que cien se habían firmado con el PSOE cuando Pedro Sánchez tuvo el "coitus interruptus" de su investidura. Si hay cien puntos en los que coinciden los tres, ¿por qué no apoyó el PP la investidura de Sánchez? ¿Y por qué no apoya el PSOE la investidura de Rajoy? Pues porque los puntos importan un pimiento morrón. Son una fanfarria, un oropel, una excusa, un decorado ideológico para ocultar el meollo del asunto, que no es otro que el enfrentamiento de los egos de los líderes y la denodada lucha por la supervivencia pesebrista de los amamantados dirigentes de la partitocracia política, entre los que ya hay que incluir, con honores de ordenanza, a los nuevos partidos.

No son los programas los que les alejan, es todo el batiburrillo de cosas, importantes e intrascendentes, que supone el poder. El conflicto ideológico entre las izquierdas, las derechas y los separatistas no es más grave ni más insalvable que el deseo de los dirigentes de apropiarse del poder para consolidar sus liderazgos, sus aparatos y sus carreras políticas. Es bien triste, pero bien cierto. Por eso en el Congreso es imposible que nadie convenza a nadie de nada. Porque la política no se hace allí. Allí se hace sólo teatro, como vimos ayer otra vez. El teatro más caro y más subvencionado de España.