La reciente desaparición de la escultora María Belén Morales supone un eslabón en la despedida de una generación importante de artistas tinerfeños que recogieron el testigo de la explosión surrealista de los años treinta y que se reprodujo más tarde en artistas más jóvenes, ahora dispersos. Aquellos formaban un grupo; ahora es muy difícil agrupar a los creadores. Aquí y en cualquier parte.

María Belén era una mujer esbelta, creativa, familiar, cariñosa, respetuosa hasta el corazón con el arte de los otros, buena conversadora, curiosa siempre, atenta. La recuerdo por última vez un atardecer, creo que con Mariano Vega, otro gran amigo desaparecido, en su piscina norteña, ante el océano Atlántico. El agua de la piscina y el agua del mar se convirtieron en un momento determinado en un continuo que ella advirtió como una hermosa escultura de agua que simbolizaba la existencia misma de una isla: agua, agua por todas partes, un camino de agua que al fin era también un camino circular, un cuadro perfecto lleno de agua.

Ella era dignísima heredera de una sensibilidad doble, el racionalismo insobornable de Domingo Pérez Minik y el aventurerismo atrevido y surrealista de Eduardo Westerdahl. Con Maribel Nazco, que felizmente sigue activa, con su curiosidad a punto, como decía Pérez Minik, y Pilar Lojendio, la poeta que también nos dejó, formó parte de ese grupo de mujeres que prolongaron en la Isla la vitalidad artística nacida en los años treinta y consolidada luego por la generación escachada que bautizó Enrique Lite. Pedro González, Julio Tovar y el propio Lite montaron con aquellas mujeres el grupo Nuestro Arte, que fue por lo menos la penúltima iniciativa isleña por juntar a la gente en torno al arte y al convencimiento de que sin la unión de mentes que buscan lo mismo la cultura no empuja sino que retrocede.

Carmelo Rivero decía en su muy atinado obituario de María Belén Morales publicado esta semana en El País que a ella le hubiera gustado tener una mayor proyección fuera del ámbito insular. La merecía, sin duda, pero por alguna razón que podría corregirse nuestras autoridades culturales no han logrado crear un foco continuo de exportación de la obra de nuestros creadores. El problema no sería tan grave si no ocurriera también mar adentro de la Isla, pues lo que puede observarse es que tampoco en la Isla misma, o en las Islas, es tan animado el apoyo que reciben los artistas, sus obras y sus personas. Cuando Arturo Maccanti dio a conocer sus problemas económicos, algunos salieron a defender al poeta como si esos problemas se hubieran caído del cielo y no tuvieran que ver con la mezquindad con la que se trata generalmente al creador en las Islas.

Pedro González, por ejemplo, uno de los grandes creadores del siglo XX, murió sin ver en La Laguna el museo que se le había sugerido. Y sé que ahora hay artistas que quisieran donar su obra para que sea divulgada en las Islas y no hallan sitio o entidad que favorezca esas posibles donaciones.

Hace unos días hablé de todo esto en el Puerto de la Cruz con algunos amigos que también se duelen de este desdén interior por el arte que se produce aquí, por el desamparo de instituciones que malviven o de aquellas que, queriendo hacer cosas, se encuentran limitadas por la falta de atención.

Vuelvo a María Belén Morales. Poco antes de su muerte me encontré en el hospital con su hija la escritora Belén Castro; su padre había muerto hacía poco; su madre estaba ya muy mal, había poca esperanza. Sentí una congoja muy personal, muy íntima, como si aquel tiempo, aquella piscina de agua perfecta que fue nuestra juventud con ellos, frente al océano, creyendo en la prolongación del verano de la vida, no se fuera a acabar nunca. Y se acaba, todo se acaba, pero no han de acabar ni la memoria ni el arte.