La creativa e imaginativa alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, no suele pasar desapercibida. Siempre logra proyectar una imagen encomiable de sí. En general, alardea de estar inspirada únicamente por grandes valores, no porque en momentos cruciales estos se pongan de manifiesto o se deduzcan, sino porque ella misma ha de mostrarlos profusamente.

El último acto de ejemplaridad moral no fue hace mucho, cuando celebró con verdadero ardor que decenas de subsaharianos hubieran saltado la valla de Melilla. Su entusiasmo ante los medios fue todo un derroche de solidaridad y alegría por lo que habían logrado los mejores. Es cierto, los emigrantes suelen ser, son, los más decididos y valientes de sus familias, poblados o grupos, porque van a ser los que tiren en el futuro de los otros, o sean capaces de mandar dinero.

Pero hay una línea, otra valla mental más alta aún que la de Melilla, que es la que separa la responsabilidad del hombre público del simple ciudadano. Lo que un político responsable debe decir y hacer no es ni parecido a lo que yo pueda decir. Con lo que inevitablemente nos tropezamos con la distinción de Max Weber entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad. Con la ética de convicción anteponemos los a prioris éticos y nosotros mismos, con nuestras más sensibles propensiones que mostrar, a la ética de la responsabilidad. Que debiera ser lo único que nos interesase del representante público, que actuase como tal y, sin fantasías sentimentales de ejemplaridad y docencia, fuera sobrio, eficaz, subordinado siempre al deber público.

La singularidad en Manuela (progre de manual) es la facilidad con la que aboga por saltarse la ley con la entrada ilegal a España, desahucios o enchufes, okupas, defensa de desafueros e incompetencia de su gamberra pandilla municipal, la arbitrariedad generalizada (legitimada por la invención de una ganga: una suerte de "ética ideológica"), el desprecio a tradiciones y creencias...

Ese núcleo de amor efusivo le permite desatender la alta gobernación (ni la calle mira ni la calle aplaude) y despreciar a inversionistas, macroeconomía y puestos de trabajo, porque carece de toda hermosura "solidaria" callejera. Su idea de la justicia es parroquial-asistencial, de minorista política; sin embargo, sus parapetos y trincheras éticas, la simplicidad de sus bizantinas concepciones del mundo, son las que le permiten satisfacer sus tiernos y excepcionales imperativos morales que le acucian: el inevitable jardín de los titulares de la doble moral, en donde, sin apercibirse jamás de ello, siempre naufragan.