La publicación en esta Casa el pasado miércoles 21 de imágenes de un vertedero ilegal de basuras en pleno corazón de Las Cañadas viene a confirmar un hecho que tiene más antigüedad que lo expresado en el artículo adjunto y que paso a exponer.

Como todos sabemos, la ruta de las Siete Cañadas está desde hace muchos años limitada al uso peatonal u ocasional de vehículos a motor. Tal es así que los únicos que pueden transitar en vehículo por su pista son estudiosos con permisos de investigación, procedentes en su mayoría de nuestra universidad, o gente del gremio de apicultores que sitúan y explotan sus colmenas con las autorizaciones pertinentes. También de forma circunstancial lo verifica alguna autoridad civil o militar acreditada, contemplando en dicha ruta con más rapidez y comodidad su contraste paisajístico y morfológico. Personalmente, y acompañado de estudiosos, lo he frecuentado en varias ocasiones en un todoterreno, y puedo afirmar que he visto y fotografiado años atrás dicha acumulación de desechos, que coinciden con la zona del caserío existente, perteneciente a la antigua leprosería -que ahora denominan sanatorio-, que nunca llegó a funcionar como tal. En su lugar y en un tiempo pasado existió un pintoresco guachinche regentado por un maduro homosexual, ya fallecido, que acogía a los clientes con guante de seda y les servía una breve pero sustanciosa carta de comidas de estilo canario. El trayecto más corto de acceso al caserío, como bien se indicó en la citada publicación de las fotos, arranca justo en la entrada existente por la carretera general en la vertical del teleférico. Por esta senda, y coincidiendo con una de mis visitas, hube de auxiliar a una joven extranjera extenuada, en avanzado estado de gestación, que sin preparación adecuada de calzado ni agua, y sólo con un simple plano orientativo se había aventurado con su pareja por la entrada inicial frente al centro de visitantes, y se habían desorientado por un sendero equivocado bajo un sol de justicia en pleno verano. A la vista de su penosa situación, opté por transportarlos hasta la cafetería del mismo parador, a fin de que repusieran fuerzas. Este ejemplo es un indicativo del atrevimiento por desinformación de muchos turistas, que se aventuran por los senderos del Parque sin las debidas precauciones y equipamiento básico de agua, calzado y protección solar alta, dada su carencia de melanina por su procedencia nórdica.

Dígase lo que se diga, comparto las apreciaciones del anónimo senderista que ha denunciado el suceso, porque, si aún no se ha paliado, existe todavía una escasa vigilancia pública de los senderos y senderistas que a diario acuden a cientos. Y como ya no estamos en tiempos del naturalista y fotógrafo Graham Toler, esposo de una sobrina de mi tatarabuela Leonor del Castillo Bethencourt, que fue mecenas del abrevadero de la fuente de La Cañada de la Grieta y del primitivo refugio de Altavista en el Teide -tarifado entonces a 5 pesetas la noche-, conviene realizar un control más exhaustivo para evitar que los ocasionales visitantes arrojen desperdicios y defequen en los refugios pastoriles, o realicen pintadas, como sucedió con un atleta que señalizó su propio itinerario de entrenamiento con pintura. De haber ocurrido en otro país europeo, la sanción hubiera sido mucho más rigurosa.

Conviene vigilar con más atención las espontáneas celebraciones culinarias y su identidad, que de vez en cuando se siguen sucediendo en el citado caserío, foco de los desperdicios, que no son fruto de la casualidad, sino de una tolerancia que se remonta a muchos años atrás. El Seprona y el propio Cabildo, ahora titular del Parque Nacional, tienen la última palabra.

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