Todo lo que hizo César Manrique por Lanzarote no lo hizo para sí mismo sino para Canarias. Ni para Lanzarote ni para él. Lo hizo con una pasión que sólo paró el tiempo de la muerte, un mediodía de septiembre de 1992, cuando volvía a su pacífica casa de Haría, donde había querido vivir los últimos años de su vida.

Esa vida no apagó el fuego de su entusiasmo. Un grupo de dedicados herederos de esa pasión por la isla, entre los que están su ahijado Pepe Juan Ramírez y el profesor y poeta Fernando Gómez Aguilera han mantenido encendida esa antorcha, con ayudas muy relevantes de insulares, o insulares sobrevenidos, de los que me gustaría nombrar a dos que ya no están, qué rabia, con nosotros. Me refiero a Manuel Padorno y a José Saramago, dos voces críticas y poéticas que vertieron sobre las islas el estímulo de su propio arte y que durante años cooperaron con la Fundación César Manrique para que ésta mantuviera su visión cosmopolita sobre el arte, el paisaje y la vida.

Ya se sabe que ese impulso de César por poner a Lanzarote en los mapas del arte en el mundo nació una tarde en el que él le explicaba a Pepín Ramírez, presidente del Cabildo entonces y padre de Pepe Juan, qué podía hacerse con los maravillosos subsuelos de la isla. Después se ocupó del suelo, de que Lanzarote, su belleza, no fuera una isla depredada como, ay, habían sido casi todas las otras islas canarias. Y después se ocupó, urgentemente, de la propia ciudad de Arrecife, la capital, que era como las ciudades argelinas que describe Albert Camus en sus libros de realidad o de ficción sobre los primeros años de su vida. Esa Arrecife polvorienta entonces, soñolienta y vespertina necesitaba un acicate, un fuego, el fuego de César Manrique. Y Manrique, que se había criado al otro extremo, en la incomparable playa de Famara, donde corría "como una cabra loca", tuvo la enorme ocurrencia de crear El Almacén, un insólito contenedor de arte. En Almacén coincidieron sus amigos artistas, conferenciantes, poetas, narradores, gente del teatro. Personalidades que él fue llevando a la isla para que, además, se empaparan de las peculiaridades del paisaje que él estaba cuidando para que Lanzarote sea lo que hubiera sido hoy si las autoridades sucesivas no hubieran desatendido las recomendaciones de sus sucesivos manifiestos de defensa de la identidad de la isla.

Ese Almacén, que él llamó así, dándole de ese modo un aire utilitario, de almacenaje artístico pero también de almacenaje de ideas para vivir, de sitio concreto donde juntarse para guardar cosas que puedan servir para la vida de la isla, ha renacido, de la mano del Cabildo Insular de Lanzarote y de unos entusiastas jóvenes que de este modo completan, si es que puede completarse, el círculo que el propio César abrió cuando creó la estupenda Fundación.

El Almacén está en el mismo sitio y para las mismas cosas para las que lo concibió César: para que irradie cultura y cosmopolitismo en Lanzarote. César Manrique solo, con lo que creó a su lado, fue tan importante en las islas canarias como lo fue en Tenerife la generación de Gaceta de Arte al consolidar, en 1935, la aventura cosmopolita más importante de la historia de Canarias en el ámbito de la literatura. La tierra que Humboldt puso de manifiesto estaba otra vez ligada a Europa y al mundo de la creación cultural. César hizo lo propio cuarenta años después; y más de veinte años después de la muerte de César éste sigue irradiando la fuerza de su ejemplo. Y es que César Manrique, aquel volcán de Lanzarote que vivía rodeado de fuego y lava por todas partes, nunca dio puntada sin hilo, y no lo hizo para él, lo hizo para la gente con la que convivió sin dejar nunca las alpargatas con las que caminaba por la isla.