Releía días atrás determinados capítulos del libro de Anthony D. Smith "Nacionalismo y modernidad", que volvieron a despertar cierto interés en remarcarlos, ya que se adecuan muy bien para el debate, si los tenemos en cuenta ante las circunstancias que viven unos y otros nacionalismos dentro del Estado español.

Se refiere el autor, y yo lo asumo plenamente, además, no por convencimiento sino porque la historia esta ahí para recordarlo, que el nacionalismo, el surgimiento, el continuismo y posterior afianzamiento como una nación ya consolidada está íntimamente relacionado con la presencia del papel desarrollado por los intelectuales.

Los intelectuales resultan cruciales, no solo desde el ámbito de la pedagogía, sino de los múltiples escenarios por donde discurre aquello que debe considerarse como nacionalista y que se exige a sí mismo, agruparse en un "todo" denominado nación.

Los intelectuales tienen también influencia decidida en la instauración de una simbología concreta, porque los símbolos son los que indican los palpitos de una colectividad. Y reforzando una amplia cuestión cual es que el nacionalismo es un programa político, ya que si no fuera por la meta de crear una nación, el nacionalismo tendría escaso interés y muy pocas consecuencias.

Es la imaginación y la compresión de los intelectuales la que marca a la nación sus contornos y gran parte de su contenido emocional.

Un territorio que se empeña en construirse como nación, si no se acompaña de emociones, más allá de las románticas, puede quedarse en el esqueleto, sin músculo y sin la fuerza que se necesita para la proyección adecuada al fin que se persigue.

A través de las imágenes y de los discursos que se elaboren dentro del marco de la modernidad, y entendiendo el nacionalismo como enfatiza Alain Touraine, que es un actor que crea modernidad, es ahí donde radica el éxito o el fracaso de una ideología que está por desarrollar y que está a punto de alcanzar la meta deseada.

Sin esa intelectualidad y sin esa simbología que encuadre una cultura común, el empeño nacionalista se vería reducido a una mera corriente anti o pro estatalista. Sin una cultura que nos defina como unidos por diversas características, y sin una simbología que arrope esos aspectos culturales, el nacionalismo se aleja de la modernidad, se agrieta y no avanza.

No se puede vivir vueltos sobre si mismos, a la espera de un texto estatutario que parchea y que se estanque, se vuelva imperecedero y que rompa voluntades encorsetando a los territorios a una dinámica contracorriente que puede convertirse en desesperante.

Hay que ir siempre por delante de los acontecimientos dado que el nacionalismo piensa en términos de destinos históricos. O se hace así, con los intelectuales en el timón del barco de las ideas, o sino este se romperá en mil trozos en los cantiles de las playas.