Hay toda una generación que le tiene ojeriza a las banderas. Sobre todo la que tuvo que gastar casi dos años de su vida vestido de caqui, cargando con un Cetme y haciendo guardias eternas de dos horas. Da igual que sea la de la república, la del aguilucho, la del escudo constitucional o la del arco iris. Las banderas son como las bufandas de los equipos de fútbol, símbolos que los devotos exhiben con orgullo como muestra de su creencias.

Por eso de cuando en cuando surge una colisión entre quienes manejan símbolos distintos. A veces incluso con violencia, como en el choque de dos aficiones fanáticas de equipos de fútbol. Ahí tenemos a Enrique Hernández Bento, delegado del gobierno y fan total de la bandera de España tamaño familiar que puso su partido en Las Palmas, trescientos metros cuadrados de superficie y 350.000 euros del ala flameando al viento. Eso sí que es amor y lo demás una coña marinera. Hernández Bento ha chocado contra una selecta minoría del pueblo que reivindica el uso de la bandera canaria con las siete estrellas verdes. Porque no es un símbolo oficial y por lo tanto no puede ser usado por las instituciones.

El delegado tiene razón. Si la bandera de las estrellas fuera oficial la gente no la usaría en las verbenas. El pueblo tiende a valorar sus propios símbolos, no los que les intentan meter con calzador en el Boletín Oficial. Canarias eligió como bandera la de las tres barras, blanca, azul y amarilla, que en el modo gala tiene en medio el escudo de las islas con dos bardinos. Como símbolo de la historia de Canarias es mucho más afortunado poner a dos perros enseñándose los dientes que siete estrellas verdes. Verdes, lo que se dice verdes, no son todas las islas, pero los últimos siglos de nuestra historia han sido una eterna pelea de perros capitalina. Incluso nuestro presente lo sigue siendo.

Sin embargo, la bandera que ha ido ganando adeptos ha sido la no oficial. Tal vez porque cuando uno está cargado en una verbena se puede entonar mucho mejor la canción asociada al trapo, esa de "Mamá yo quiero", que el himno de Canarias, que como todo el mundo sabe es un arrorró y acabaría durmiendo a todo el personal. Y porque Taburiente le cantó a a las siete estrellas y no a los dos perros. Y Benito Cabrera dijo que vamos y cantemos, que somos siete. Y cuando los juglares se ponen de parte del pueblo se jodió la cosa.

Hernández Bento, el delegado, es un tipo serio al que no se le sale ni un pelo de la gomina. Así que igual no le ha cogido el tranquillo a la cosa. Siete estrellas sobre un mismo mar dan mucho más juego poético que dos bardinos. Lo mires como lo mires la batalla está perdida. De todas formas nunca viene mal una campaña publicitaria para acelerar las cosas. Gracias a la escrupulosa delegación hemos tenido una estrepitosa guerra de banderas tan extremadamente inútil e innecesaria que no se puede negar que es típicamente canaria.