Nuestro país padece en estos momentos una gravísima enfermedad de intolerancia que se manifiesta en la epidermis de todas las actividades públicas y privadas. La restricción a la libertad de expresión del pensamiento, teóricamente recogida en la Constitución, está mostrando una increíble virulencia. El Gobierno considera seriamente perseguir el humor de las redes sociales y proteger la imagen de los políticos. Aquellos que manifiestan una opinión inconveniente, contraria a la razón de la mayoría o manifiestamente grosera, pueden ser juzgados por expresar sus pensamientos. Es el caso del concejal de Podemos en Madrid Guillermo Zapata, llevado de oficio a los tribunales por manifestarse en las redes sociales con chistes de pésimo gusto sobre los judíos o las víctimas del terrorismo. Pero el reproche no sólo alcanza el ámbito público sino que también alcanza el ámbito de la privacidad, como demuestra la lluvia de palos que le están cayendo a unos jueces que, grabados en la intimidad de sus vidas, hicieron comentarios machistas o xenófobos en una charla de café.

Existe una compulsión que pretende controlar el pensamiento individual y privado. Lo que nos lleva a la peligrosa deducción de que sea el poder, en cualquiera de sus manifestaciones, el que determine qué es lo que debemos pensar y qué es lo que podemos expresar. Es una manifestación extrema de intolerancia que se expande a los planteamientos políticos, en donde se produce una simplificación de los mensajes. Ya no hay discurso sino frases publicitarias que intentan alcanzar el núcleo de las emociones de la gente. Donald Trump ha demostrado, en la campaña electoral de los Estados Unidos, de qué manera siendo políticamente incorrecto se puede apelar a la empatía de una ciudadanía dispuesta a comprar fácilmente las palabras más pedestres sobre los problemas más complejos.

Me ha llamado la atención una frase de crítica a la nueva Ley del Suelo de Canarias. Es una ley, dice la oposición, para contentar a los empresarios. Quieren dar a entender que se trata de una norma contra los ciudadanos. ¿Qué se puede esperar de un país donde se usa a los empresarios como el símbolo de lo negativo? De los tres millones de empresas que hay en España, más del 95% son autónomos o micropymes. Es el tendero de la esquina, el dueño de un quiosco o el fontanero. Son los que crean algunos puestos de trabajo y, si les va bien, crecen y generan más empleo. ¿Sería mejor ley un proyecto que aplaudieran los funcionarios, los arquitectos o los periodistas?

El lenguaje político se ha convertido en una herramienta de propaganda en la que se plasman los valores de una sociedad crispada. No sólo hemos perdido irremisiblemente los valores de la transición democrática, basados en el diálogo y el consenso, sino que hemos aterrizado en un mundo antagónico donde lo que se pone en valor es lo que nos separa, las diferencias cada vez más irreconciliables de unos y de otros. Este es el perfecto caldo de cultivo para que la ansiada regeneración caiga en las manos de salvapatrias populistas y demagogos brillantes. Vamos camino de ser amordazados y obedientes corderos.