¿Quién no conoce la fábula de nuestro Tomás de Iriarte? Un conejo y una liebre discuten sobre la identidad de dos perros que se les echan encima. Uno dice que son galgos, la otra que podencos, lo que propicia la llegada de los perros con el final que es de suponer.

Como meros espectadores de lo que la vida hace pasar ante nuestros ojos -también nosotros a veces somos protagonistas- es raro el día que no acabemos criticando la actitud de nuestros semejantes ante su estúpido comportamiento. Se da en todos los ámbitos: políticos, culturales, laborales, familiares... Discutimos por naderías, por cuestiones irrelevantes que nada aportan a nuestra formación humanística, queriendo en todo momento ser protagonistas con la pretensión de que sea nuestro punto de vista el que prevalezca. Y no es eso lo peor: aunque tengamos claro que debajo de la piel de cordero se encuentra el lobo, por razones espurias e inconfesables intentamos convencer a nuestro oponente de que es él el equivocado y no nosotros.

En mis ya muchos años de vida, nunca he oído emplear tanto la palabra prevaricación. Parece estar de moda y pertenece ya al habla popular. Oye uno pronunciarla en bares y cafeterías, tertulias literarias, medios audiovisuales... y no la dicen personajes a quienes a priori se le supone cierta erudición, sino el pueblo llano, que desgraciadamente siente cierto placer cuando se la aplican a los políticos; como si la honestidad no tuviese nada que ver con estos, lo cual no es cierto. Hay muchos servidores públicos que se afanan en cumplir su deber como esperan quienes los eligieron, pero sin duda alguna también los hay que desean beneficiarse del cargo para el que fueron elegidos. De ahí nace la prevaricación.

¿Cómo es posible que un "político", posiblemente en su vida privada médico, profesor de EGB o fontanero, se atreva a poner en duda la opinión de un funcionario -que teóricamente debe conocer las leyes que regulan el funcionamiento de las administraciones- cuando aquel le advierte de que lo que le propone hacer no es legal? Sin embargo, el concejal o el consejero en cuestión insiste en su empeño, convence al presidente o responsable del organismo implicado y arrastra a todos hasta un túnel sin salida. Lo ha hecho, no lo dudo, por el bien de su pueblo, de su ciudad, sin considerar que al final la fuerza de la ley caería sobre ellos. Luego, como dice la Biblia, vendrá el llanto y el rechinar de dientes.

Galgos o podencos. Legal o ilegal. Esa es la cuestión. ¿Debería la ley en algunos casos hacer lo que podríamos llamar "la vista gorda" ante el incumplimiento de las normas legales? Pues yo creo que no, ya que si así fuera cada uno querría hacer lo que le diese la gana y el caos nos invadiría. No obstante hay que reconocer que la lentitud de la justicia a menudo nos solivianta. Ignoro las razones que la producen, si se debe a los muchos expedientes en curso, a la escasez de funcionarios o a la falta de medios para resolverlos con más celeridad. Sea cual sea la razón parece que la misma justicia provoca su incumplimiento. Hay asuntos que requieren ser resueltos en un espacio de tiempo corto, y no sucede así.

No quiero decir con lo que antecede que la prevaricación esté justificada, ni mucho menos, pero sí que a veces las normas, a sabiendas, nos las saltamos porque no nos queda más remedio. Es como si nos lanzaran al mar sin saber nadar: seguro que moviendo las manos y las piernas flotaríamos, a la espera de que alguien nos rescate o nos lance un salvavidas.