El barranco abrumaba y encantaba a los chicos; nos refugiábamos en nuestros cuartos, nos metíamos debajo de mantas abundantes, como si quisiéramos salvarnos del agua, pero dejábamos despejados nuestros oídos, para escuchar el sonido.

Era como el sonido del mar, pero más concreto, más audaz, más identificable. El mar suena como una máquina perfecta, simétrica, porque sólo lleva agua, un agua enfurecida o un agua suave, siempre de la misma manera cuando está rabioso, siempre de igual modo cuando no tiene nada de lo que quejarse. El barranco, no, el barranco siempre sonaba distinto. Porque el barranco, la torrentera impresionante, era un espacio inmenso y habitado: había piedras, plantas, árboles enteros, objetos metálicos, hasta casas llevaba el barranco en su ferocidad infinita.

El nuestro era el barranco San Felipe, que viene de los altos de La Vera y desemboca en el castillo de San Felipe, en el Puerto de la Cruz. Separaba nuestra casa, en su inmensa hondonada, de la casa de nuestros abuelos. Mi abuelo nos llamaba a gritos, para que nos asomáramos a ver correr el barranco. A mis hermanos (Carmela, Paquillo, Candelaria) no les daba miedo el barranco, y a mis padres tampoco; a mi abuelo no le daba miedo nada. De hecho había sido domador de burros, a pesar de su asma pertinaz; y de hecho fue ese hecho, que él fuera asmático y domara burros, lo que me convenció de que ser asmático no era un defecto sino una circunstancia, como ser moreno.

Ese barranco era turbio, terroso, terrible; cuando lo escuchaba, en la alta madrugada, me parecía que era Dios enfadado, gritando desde un púlpito grande y destruido. En algún momento llegué a distinguir todos sus sonidos. Los chicos éramos expertos en el barranco; nos lo sabíamos todo sobre su contenido, porque éramos de oficio chatarreros. Bajábamos al barranco y recogíamos minuciosamente todo lo que allí tuviera algo de valor. Hojalata, hierro, cualquier elemento que pudiera servir para fundiciones. Mi tío Perico, que tenía su empresa en La Orotava, era un gran chatarrero de la Isla, y nos pagaba unos duros por lo que encontrábamos ahí. Así que cuando nos despertaba el sonido del barranco, su música terrible, podíamos distinguir cucharas viejas, calderos, varas de hierro, cualquier objeto metálico que luego, cuando el barranco dejara de ser espectáculo de agua oscura y veloz, sería pasto de nuestra ansiedad por ganarnos un dinero.

Es curioso: el agua nos ayudaba a ganar dinero, por esas razones que cito; y el fuego nos ayudaba a lo mismo. En el barrio, al otro lado del barranco, al lado del campito de fútbol que entonces nos servía para emular a Kubala (o a Di Stéfano), había una foguetería, que llamábamos así porque no sabíamos qué significa la palabra pirotecnia. Y por pasar los envoltorios de las cintas nos pagaban unas pesetas; yo también limpiaba cañas para que los voladores tiraran. Esos eran nuestros pequeños negocios a los que también nos ayudaba el barranco.

Ahora ha corrido otra vez el barranco de San Felipe; me avisaron mis hermanas, mis sobrinos, los nietos; todo el mundo daba esa noticia. Imagino que ya los chicos no se esconden debajo de las mantas, como hacíamos nosotros, porque ya la televisión los ha acostumbrado al sonido de otros desastres más grandes. Pero sí noté en sus descripciones del sonido del barranco corriendo la sensación de fascinación y de espanto ante esa fuerza inaudita del agua bajando la pequeña catarata en la que nosotros encontrábamos a veces los mejores tesoros de la chatarra que el aguacero indómito iba dejando al pasar, cuando ya escampaba.

El mejor recuerdo de aquellos torrentes, cuando escampaba, tiene como protagonistas a mis padres. La barranquera dejó a uno en este lado del barranco y a la otra enfrente; era imposible que se juntaran. Hasta que escampó y mi padre (que estrenaba dentadura) pudo abrazar a mi madre al final de una pasarela de madera que alguien puso ahí. La sonrisa blanca de mi padre, la alegría de mi madre fueron para mi como la inolvidable postal de mi infancia, junto al sonido del barranco.