El asfixiante y benévolo Estado protector, que nos cuida y nos ordeña de la cuna a la tumba, ha decidido cambiar las reglas de la granja. Y como siempre, el cambio tiene que ver con estrechar la correa que nos aprieta el cuello a las ovejas. El Gobierno español pretende fijar en mil euros el límite máximo que se pueda pagar en efectivo en cualquier transacción.

El dinero es un sistema de confianza mutua. Un sistema que facilita el intercambio de bienes y servicios de la sociedad. El Estado emite monedas y billetes que simplifican el comercio y permite que las personas no tengan que recurrir al trueque. Pero, además, el dinero es la manera en que el Estado garantiza su papel como obligado socio en las transacciones, en las que se apropia de una parte determinada del valor para redistribuirlo en forma de servicios universales para la colectividad y sufragar los gastos de mantenimiento de la estructura pública.

Un importante número de ciudadanos (1,8 de cada diez en España y 2,8 de cada diez en Canarias) practica la economía sumergida. Es decir, realiza actividades comerciales al margen del control del Estado y, por lo tanto, exenta del pago de impuestos. En el caso de nuestras islas se mueven más de 11.000 millones de euros (de los 43.000 millones que se producen) al margen de ese "socio imperativo" que es la Administración Pública. En España el cálculo está en unos 180.000 millones de euros del billón y pico de nuestro PIB.

La batería de medidas del Estado que persigue estas transacciones opacas ha sido incapaz de meter en cintura a los evasores fiscales. La tendencia de los gobiernos occidentales se dirige a la extinción del papel moneda para que todos los intercambios entre la sociedad se realicen a través del dinero de plástico (las tarjetas) y los bancos. Es el caso de países como Dinamarca, donde está prohibido, por ejemplo, poner gasolina pagando en efectivo. Que el Estado controle absolutamente todo lo que gastamos tiene la ventaja de que nada estará fuera del foco de Hacienda, con lo que se garantiza la extinción de la economía sumergida. Pero tiene otros efectos indeseables. A través de los malditos algoritmos y los superordenadores, los gobiernos sabrán qué hacen sus ciudadanos. Podrán conocer qué enfermedades padecemos por lo que adquirimos en las farmacias, si vamos al cine o al teatro o si viajamos en tren, en avión o barco... El ojo del "gran hermano" escrutará hasta los más mínimos detalles de nuestras vidas.

La desaparición del dinero físico tiene ventajas fiscales, pero extenderá el conocimiento profundo de los gobiernos sobre esa intrincada malla de relaciones en que se basa nuestra vida. El dinero no es del Estado, es nuestro. Representa simbólicamente el fruto de nuestro trabajo. Pero en esta granja las libertades individuales van siendo aplastadas una y otra vez bajo la excusa de quienes dicen representar el interés general. No deja de ser una ironía que en nombre de todos se termine lesionando siempre los derechos de cada uno de los que forman ese todo.