Hace unos días me llevé una gratísima sorpresa al entrar en un bar a tomarme un cortado. Opté por sentarme a una mesa y allí, escrito a mano, había una pequeña nota que "lamentaba" que no hubiese wifi en el local, y sugería al mismo tiempo a los clientes la posibilidad de "conversar" durante un rato. Ha pasado ya una semana desde que visité el bar en cuestión, pero no puedo evitar una sonrisa, esté solo o acompañado, cuando me viene a la memoria la recomendación.

Porque está claro que, para los sociólogos, el cambio que ha experimentado la humanidad tras la introducción de los teléfonos móviles ha de ser objeto de profundos estudios. Mejor dicho, ya lo es, mas la perspectiva, el paso de los años, permite que las opiniones no sean tan impulsivas, que se sedimenten, permitiendo de ese modo un juicio más ecuánime, más ajustado a la realidad.

En efecto, el uso del móvil nos ha cambiado hasta la personalidad, nuestra manera de ser. Con frecuencia, cuando no lo tenemos a mano, una especie de angustia nos embarga. ¿Qué tememos cuando esa circunstancia se produce? Posiblemente que alguien nos estará llamando y no podremos contestarle; no se me ocurre otra.

Muy a menudo, en el andar de la vida, el ser humano se siente proclive a comparar sus vivencias actuales con las que experimentó en situaciones similares con anterioridad. Por este motivo es lógico que nos preguntemos por qué hasta hace muy pocos años nuestra reacción ante una eventual llamada telefónica era más racional, no tan impulsiva. Me hace recordar la anécdota del grupo de niñas de diez años que se reunió en la habitación de una de ellas porque su padre le había regalado un teléfono móvil por su cumpleaños. Al abandonar la habitación, una hora más tarde, la madre de la homenajeada, al verla con expresión triste -e igual sus amigas-, le preguntó qué les ocurría, siendo la respuesta "Oh, nada..., es que no nos ha llamado nadie...".

Repito, en el futuro los sociólogos tendrán mucho que decir sobre cómo nos comportamos en la actualidad con nuestros semejantes. Hasta no hace mucho tiempo, al entrar en los bares y cafeterías frecuentados por la juventud, era normal que el bullicio resultase casi ensordecedor. Se hablaba, se gritaba incluso, y los temas de conversación en todos los corrillos eran más o menos los mismos. Las últimas películas, los éxitos musicales de nuestros conjuntos preferidos, las opiniones sobre nuestros profesores en los institutos o en la universidad, etc., eran analizados y sujetas a controversia las consideraciones que cada uno aportaba al punto que se trataba. Hoy, no exagero, los grupos se encuentran en los mismos lugares -estos, como los protagonistas, también han cambiado y ofrecen otro tipo de decoración-, pero ya no gritan, no gesticulan, no se ríen estentóreamente llamando la atención de los demás. Ahora, mientras suena una música muy tenue para no distraerlos, la mayoría de los presentes mantiene fija su mirada en sus teléfonos móviles mientras mueven sus dedos a velocidad vertiginosa; ya hay quien dice al respecto, darwinianos, que en el futuro los humanos nacerán con los pulgares de las manos modificados, posiblemente más finos, para ajustarse mejor a la función que ahora realizan. ¿Y qué hacen? Pues... enviar mensajes a otros amigos, leer las noticias de última hora en los diarios digitales, participar en las llamadas "redes sociales" -sí, grupos de "amigos", en muchos casos totalmente desconocidos, a quienes les contamos nuestras intimidades...-.

En fin, hay que vivir con los tiempos. No se puede dar la espalda a la realidad de la vida, a lo que nos imponen las multinacionales de la comunicación, que nos inundan con nuevos productos, pero, recordando lo que decía al principio, aunque solo sea de vez en cuando y con personas que apreciamos, ¿por qué no charlamos? Si no, perderemos el hábito...