Este último jueves recorrí en coche la Isla desde el Puerto de la Cruz, mi pueblo, hasta las inmediaciones de Santa Cruz, para llegar al Hospital Universitario. Era temprano y cuando llegué a Santa Cruz ya era tarde. A mediodía hubiera tardado veinte minutos. Por la mañana tardé cerca de dos horas. Los conductores que había alrededor eran como los de "La autopista del sur" de Julio Cortázar. Resignados, dispuestos a hacer picnic, como si ese retraso fuera una de las costumbres de la Isla.

Esto se ha convertido en una plaga, como un quiste que le hubiera salido a la Isla y los que mandan en ella no hubieran encontrado fórmulas de ingeniería del tráfico útiles para acabar con este martirio al que se somete a la ciudadanía que se desplaza. Dentro de esa caravana insoportable (que la gente soporta con la resignación canaria) hay personas con distintos grados de urgencia: van a curarse, a hacer alguna gestión administrativa, a alguna reunión de negocios. Los hay que van porque tienen que tomar un avión o un barco. A Santa Cruz desemboca la Isla, desde el sur y desde el norte, y eso es así desde que me acuerdo, e imagino que será siempre, como en la novela "Sinuhé el egipcion". Y en la caravana hay, cómo no, muchísimos estudiantes, muchos con su coche para ellos solos, algunos acompañados.

Esa es la descripción de los hechos. La pregunta es simple: ¿cómo es posible que ese estado calamitoso de la carretera a esas horas tempranas no haya sido resuelto nunca por las autoridades elegidas para hacer más feliz la vida de las personas? Tengo una respuesta simple, que no sirve para arreglarlo, pero sí para explicarlo: ocurre porque no hay todavía el nivel de indignación suficiente como para que los responsables de la Isla consideren que la solución de este desastre forma parte de lo que ahora se llama la cultura del territorio. Y lo que esto revela, precisamente, es, por parte de los poderes públicos, incultura del territorio.

Y llegué a Santa Cruz; estuve en el hospital, donde siempre hallo aliento para agradecer a los buenos profesionales que practican aquí la ayuda al enfermo, y después bajé a Santa Cruz; observé las calles mayormente vacías, los bares más bien vacíos, y ese sosiego que siempre tuvo Santa Cruz, hasta que te acercas al puerto y vas viendo movimiento. Me pregunté, naturalmente, dónde se había evaporado toda esa gente que llenaba por la mañana la autopista del Norte; se había evaporado, o se había vuelto en seguida a sus respectivos pueblos, con lo cual habrá convertido el viaje de vuelta en otro martirio.

Para sosegar el espíritu fui a ver, a la Fundación CajaCanarias, la exposición antológica de la obra de Pedro González. Impresionante muestra, organizada por Carlos Díaz Bertrana, su gran amigo, experto en su obra, y montada con los buenos oficios de Alberto Delgado y de Álvaro Marcos Arbelo. Eran las siete de la tarde. No había un alma, bueno estábamos tres almas, y estaba sobre todo el alma de Pedro, este artista inconmensurable. Al día siguiente me encontré con una pareja que me dijo que había estado por la tarde. ¿La gente no sabe que Pedro González merece más que una visita? ¿La gente no sabe qué artista hay en Pedro? ¿La gente se va a perder esa exposición?

En la última sala de la muy eficazmente ordenada muestra Pedro hace una ironía dramática del tráfico, de los coches, que se conjunta con su manera de poner a las ciudades patas arriba, en cuadros que parecen brochazos de su genio. Imaginé a Pedro González retratando la caravana que se sufre cada día para entrar en Santa Cruz e imaginé que haría, con tanta gente, un retrato de la soledad resignada del canario que viaja como si estuviera en una carretera que no se mueve.