Excusa. Me gusta la Navidad, si no existiera habría que inventarla. Y no me refiero a la campaña comercial del Corte Inglés ni tampoco a la interpretación eclesiástica en sentido estricto, sino al concepto en sí mismo. La Navidad como invitación a renacer, reseteo del espíritu: una cuestión necesaria y conveniente. Obligados con la familia, pues muy bien, con los compañeros de trabajo, con el vecino maniático, con la antipática dependienta, pues estupendo, claro que sí, felicidades y tal, durante un par de semanas la felicidad es "trending topic" de nuestra vida cotidiana. Un poco forzado, puede ser, pero qué más da, estupenda terapia colectiva. Una excusa, pues sí una excusa, perfecto, ¿hace cuánto que no cruzas más de dos palabras con tus amigos de toda la vida?, ¿o con tu hermano del que te has alejado por aquel malentendido absurdo? Por si fuera poco, los deseos de felicidad siempre nos vienen de vuelta amplificados: sincronice el receptor, magia potagia.

Renacer. Al menos de espíritu, ¿qué le parece? Y con el año nuevo, la semana próxima, el contador se pone a cero, empezamos otra vez, repetimos, otra oportunidad para lo que sea. Nada mal, ¿eh?, la vida en etapas, hitos que podemos planificar para organizar el futuro, qué bueno, combustible para nuestra natural condición de seres necesitados de proyecto. En definitiva, un poco de desfase, algo de exceso y mucha vida grupal, todo para celebrar nuestro propio renacimiento figurado. Aproveche para desprenderse de lo viejo, incluidos sus allegados especialistas en robar energía.

Regalos. Confieso que a veces sucumbo a la presión. Un mix de austeridad mal entendida, de indecisión y de estrés del último día, porque siempre sostuve que los regalos hay que dejarlos para última hora por si surge una idea mejor, convencido de que no es importante el objeto, sino la idea. Me encantan los regalos, me los tomo como un reto: conseguir eso que sé que te gusta pero que no te atreves. También me encanta recibir regalos, huelga aclarar, portarme bien y el día de Reyes, esa cosilla del día de Reyes, usted ya me entiende: los regalos bien ordenados, envueltos, junto al zapato antes de amanecer.

Santa Cruz. Cómo ha cambiado la cosa: parrandas de villancicos, góspel, teatro callejero y gente, mucha gente, con tenacidad nos libraremos de la maldición del chicharrero (salimos todos o no sale nadie) que se constata la víspera. Para la cabalgata habría que intentar resolver el asunto de los camellos, alcalde, para que se suba don Sergio a ejercer de. Nosotros le chillábamos desde casa de mi abuela, en la calle del Pilar, como posesos, "Melchor, Melchor, no te olvides..." y algún caramelo entraba zumbando por la ventana.

2016. Acaba el bisiesto y nos acordaremos de él. Terrible cuando la palabra del año es la "postverdad", las mentiras, para entendernos, su distribución impune a través de las redes sociales y su enorme influencia en el resultado final del "brexit" y de las elecciones de Estados Unidos. Terrible también cuando la foto del año recoge al asesino del embajador ruso en Turquía junto al cadáver mientras protesta por la injerencia internacional en la guerra de Siria, cuando en realidad la imagen podría ser la de cualquier refugiado de ese espanto de conflicto que no alcanzo a comprender. 2016 con su terrible lógica de Dios. Propongo importar la costumbre de Ecuador, allí un machango de trapo y paja representa al año viejo al que se le pega fuego en la medianoche del 31, fantástico, después enterramos las cenizas y a empezar de nuevo, sin acritud, con ilusión, que 2017 tiene buena pinta.

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