Si tuviera que destacar a un escritor actual, señalaría a Christian Bobin: por su prosa llena de metáforas y su fondo inocente, humanista, a contracorriente; por su interés por la infancia, el amor, el corazón, la bondad, el silencio... Y todo eso trasladado a la vida común y diaria, y siempre con alegría: "No busco la paz sino la dicha, y creo que para eso es preferible buscar por todas partes, sin método, y preferentemente entre la vida corriente, minúscula".

Pero me quedo con la infancia: "No hay ante el amor ningún adulto, solo niños, solo ese espíritu de infancia que es abandono, despreocupación, espíritu de pérdida de espíritu". Por eso, su mejor obra traducida al castellano -para mi gusto- resulta ser El Bajísimo, un relato insólito sobre Francisco de Asís que, por cierto, acaba de ser reeditado en una traducción de Alicia Martínez, una poeta sevillana enamorada, también, del silencio voluntario y reflexivo.

La tesis del libro es "que nada puede ser conocido por el Altísimo salvo gracias al Bajísimo, por ese Dios a la altura de la infancia, por ese Dios a ras de suelo de las primeras caídas, con la nariz en la hierba". Y esto es genial, pues muchos grandes pensadores no han sabido captar casi nada de la importancia de la infancia, mientras que para Bobin "la santidad derriba las leyes de la madurez: el hombre es en ella la flor, la infancia es el fruto". O sea, que mucho de lo que se llegará a ser dependerá, fundamentalmente, de los años bajísimos e infantiles.

"La infancia es lo que alimenta la vida", afirma el escritor francés en El Bajísimo. Y poco más adelante, nos ofrece un diagnóstico magistral: "Chiquillos del siglo XX, vuestros padres están cansados. Ya no creen en nada. Os piden que les llevéis en vuestros hombros, que les deis corazón y fuerza. Chiquillos de los tiempos modernos, sois reyes en un desierto".

Dos urgentes tareas personales y familiares se realzan tras el comentario anterior: superar el cansancio producido como consecuencia de un mundo empobrecido y con pocos valores -lo cual lleva a una educación caótica y agotadora, llena de contradicciones-; y que los hijos dejen de ser reyes, porque todavía no poseen la personalidad suficiente para poder gobernarse a sí mismos y superar su narcisismo.

Solo voy a comentar esta última cuestión, por su importancia decisiva y creciente: los hijos nacen con una herida narcisista, es decir, con una tendencia a ser el centro de todo. Esto dificulta su capacidad de donación para aprender a salir de sí y ser generosos, y, entonces, poder amar con madurez. En consecuencia, gran parte de la tarea educativa de sus padres debe dirigirse a enseñarles la pobreza interior, el olvido de sí, el autodominio voluntario propio de la madurez.

Pero todo esto no será posible sin educar en el amor al silencio interior y a un cierto desprendimiento voluntario de lo que usan, para que no se hagan disipados o ególatras; o peor: esclavos de pequeños vicios -tal vez más adelante, cautivos de vicios mayores-. El silencio y el amor a la pobreza se logran cuando el niño no es el centro de todo, sino que ocupa su sitio, cuando se le enseña a alegrarse con los gozos de los demás por encima de las propios. Entonces se aprende que el silencio -reflexión, lectura-, el desprendimiento de lo que usamos y la alegría van unidas de la mano.

En esta sociedad de ruidos y pantallas, hay que saber crear un ambiente familiar de sosiego, reflexión y paz. "¿Dónde está el lugar en que el amor se esconde? / Soy habitante del desierto, / en él aprendí todo (...) / De mi entrega nacerá / la flor de la alegría". Lo dice bien el poema de Alicia Martínez: el silencio abona la donación, y sobre ella arraiga la felicidad.

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