Hay un eterno debate sobre la Sanidad pública en Canarias. Un debate que siempre oculta dos hechos objetivamente indiscutibles: que el Gobierno español ha recortado los fondos que manda a las autonomías para cubrir los costos de ese servicio y que, pese a eso, seguimos teniendo una de las mejores sanidades públicas del mundo mundial.

Pero que el sistema funcione no supone que no discutamos sobre cómo mejorarlo. Lo primero es hablar de lo que cuesta. La Sanidad pública la pagamos con nuestros impuestos, no es un regalo de los cielos. Que la financiación del Gobierno central haya bajado un 20% desde el año 2010 hasta hoy significa que los canarios tenemos que poner más de nuestros propios recursos fiscales. Unas comunidades ponen más dinero y otras menos. Y eso ha dibujado una España en la que un vasco tiene mejor sanidad que un andaluz o un canario, porque su Gobierno pone más dinero en los presupuestos. Esto nos lleva a la triste conclusión de que los españoles reciben unos servicios sanitarios de diferente calidad según en el lugar en que residan. Tenemos enfermos de dos velocidades.

Luego está el debate de cómo se prestan los servicios. Los defensores de la Sanidad pública sostienen que la única manera de hacerlo es a través de una red sanitaria propiedad de las administraciones. Otros mantienen que debe mantenerse, de forma complementaria, una asistencia pública prestada a través de acuerdos con los centros privados.

Hace ya muchos años, en Suecia, la reforma del Estado de Bienestar supuso que a los pacientes se les diera la posibilidad de elegir dónde quieren ser tratados. Reciben un "cheque sanitario" con el que pueden acudir al centro de salud que elijan libremente, sea público o privado (concertado con la administración), lo que supuso una auténtica revolución al introducir el factor de competencia entre los diferentes establecimientos sanitarios del país.

Lo que le interesa a un paciente es que su diagnóstico sea rápido y que su tratamiento sea eficaz y en el menor plazo de tiempo posible. Lo que quiere es que le curen. Y es de suponer que le da absolutamente igual que le traten en un hospital público o una clínica privada, siempre que sea con cargo al dinero de sus impuestos. La discusión entre lo público o lo privado no defiende el interés de los pacientes, sino de las plantillas, los contratos, los partidos o las ideologías.

Sería de estúpidos pensar en una medicina pública sin hospitales, médicos o enfermeros que dependan de la administración. Es en esos hospitales donde se pueden hacer las mayores inversiones en tecnologías o asumir tratamientos costosos que la medicina privada, por razones de rentabilidad, no asume. Pero eliminar la posibilidad de que los centros concertados contribuyan a dar salida a las interminables listas de espera de determinadas patologías es una estupidez similar, aunque en distinta dirección.

Lo que pasa es que en el debate sobre la Sanidad, los pacientes, como en tantos otros asuntos, no están en el centro de la discusión. Si pudieran elegir, otro gallo les cantaría.