El orín de carnaval es la esencia de la buena juerga y de la mala vida. Obra de todos, pero culpa de nadie. A juzgar por su olor parece que fuera añejo. Como el ron que nos bebimos, como el gintonic que nos pimplamos. Por la mañana, el latigazo que supone su intensidad en la pituitaria consigue sacarnos una arcada mayor cada año. Su hedor, al amanecer la ciudad, delata el vacilón que nos pegamos, el fiestón que nos cogimos. El "tazo" se ha convertido en un termómetro incontestable de la resaca de la capital. Cada año, nuevas soluciones al asunto turban la cabeza de nuestros responsables municipales, que se descubren incapaces de ponerle freno a tremendo tsunami.

Fachadas, garajes y contenedores nos recuerdan el poco dominio que tuvimos sobre nuestra vejiga, lo flojos que fuimos la noche anterior. Pero esto es la guerra. Cuando uno se está orinando no saluda, lo deja para luego. No hay palique ni flirteo que valga, es un primero lo urgente y después el resto. Y es que cuando se trata de evacuar, hasta la más refinada educación se volatiliza. Es lo que tiene la naturaleza en estado puro. Una amiga me sugirió el otro día que los tíos deberíamos dejar los urinarios verdes de plástico para ellas y hacer pis directamente en la calle. Y es que esto, además, es una guerra de sexos. Un año más el cuento de nunca acabar será volver a beber: eso sí, para volver a mear.

@JC_Alberto