Precisamente cuando en la vida social, política y profesional abunda la corrupción; justo cuando al oír las noticias el mundo parece un estercolero lleno de atentados y guerras, un sitio indecente habitado por millones de personas que pasan hambre mientras otras tiran alimentos; en estos momentos de falta de solidaridad, de levantar muros, de tanta insensibilidad ante el sufrimiento terrible de los refugiados, es la hora perfecta para tomar la decisión personal de intentar vivir una integridad personal absoluta, sin grietas.

Para ello hay que amar y educar la moral; también decidirse a apuntar a la excelencia ética y sentirse a gusto con ese ideal de vida, es decir, no tener la sensación de que la vida de riqueza moral supone una carga de deberes pesados que otros eluden. Porque la ética, cuando nace de la libertad interior, cuando surge de eso a lo que Ortega y Gasset denominaba nuestro "fondo insobornable", libera y llena el corazón de felicidad.

La ley moral nace de nuestra intimidad, como bien supo exponer Immanuel Kant. Por tanto, no supone una imposición externa. De esta manera, el esfuerzo por llevar una conducta ética nos enriquece interiormente, nos hace más humanos, nos hace felices, nos conduce a la vida lograda, a la vida en plenitud, a la felicidad -ahora utilizando las diferentes traducciones de la eudaimonia a la que según Aristóteles conduce el vivir ético-.Aunque también requiera formación, autodominio y un cierto vencimiento, ascesis.

Un ejemplo: salimos a la calle en un día de viento muy fuerte y vemos a una señora mayor que lleva varias bolsas en las manos, y detectamos qué se puede caer. Pues bien, cuando decidimos que debemos ayudarla, esa determinación nace del interior, como expresión de ser personas y de algo tan sencillo como "debo hacer el bien", y "debo evitar el mal" porque me daña a mí y a los demás. Y no es una norma impuesta desde fuera. O, con el lenguaje de uno de los grandes filósofos del diálogo, Enmanuel Lévinas, porque el otro nos habla con su rostro.

Me parece importante desterrar la nefasta huella de un romanticismo casposo, mezclada con algo de desencanto postmoderno, muy presente en algunas parcelas de la cultura actual, por la que toda norma, incluidas las morales, se contempla como limitación del ejercicio de la libertad.

Javier Gomá lo refleja en forma de diálogo y reflexión en una entrevista reciente: "¡No voy a cambiar! ¡A mí nadie me tiene que decir cómo tengo que vivir mi vida, que es mía! Todo eso es lo que ha llegado a su apoteosis en el siglo XX y ya se ha generalizado en las series de televisión. Cualquier niña de doce años, a poco que te descuides, te dice: Papá, no te metas en mi vida, yo la vivo a mi manera. Justamente en educar eso es donde debe trabajar la nueva cultura. ¿Autenticidad? Sí, pero educada, civilizada. No se trata solo de ser sinceros, sino virtuosos".

Y, poco más adelante, remacha Gomá: "La cuestión no es solo ser sinceros, como en esos programas de telerrealidad en los que el valor supremo es decirse las cosas a la cara. ¿Y con eso quedas redimido de cualquier insulto u ofensa que digas? Yo prefiero que no me lo digas a la cara, y que refines tu punto de vista. No se trata de ser sincero, sino de ser virtuoso y elegir formas superiores de vida, no solo las más primarias".

Integridad personal: si fallamos será por debilidad. Y ocurrirá, una o cien veces. Pero no será por un planteamiento mediocre, tramposo o indigno en nuestros objetivos morales. Y habrá que recomenzar la pelea ética personal e intentar no volver a fracasar. Y así una y otra vez, un día y otro. Con un amor profundo hacia la verdad, la virtud, los valores y los dones que recibimos de los demás.

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