He estado dos días en Casablanca, desde el jueves, y me marcho este mediodía a Madrid.

En la época en que los aviones no tenían tanta autonomía parábamos en Casablanca, repostaba el avión y nos íbamos con la impresión de estar en un país próximo, como si fuera una isla más de las que formaban parte del Archipiélago.

En aquel entonces, sin embargo, no era bien visto decir que éramos africanos, que es nuestra condición geográfica natural, porque ni el régimen ni nuestra sociedad reaccionaria y clasista consideraba menores a nuestros vecinos.

Las cosas fueron cambiando, a conveniencia de esa sociedad pacata, y ya no sólo somos africanos sino que lo tenemos a mucha honra, y muy bien que me parece. No sólo es africano nuestro suelo y hasta nuestro subsuelo, sino que lo es el clima e incluso el origen.

Muy pocos descendientes han de quedar de aquellos bereberes que están en nuestra historia, pero no cabe duda hoy de que somos descendientes directos, indirectos o involuntarios de aquellos pobladores que afrontaron la invasión castellana con muy desigual fortuna.

Pero no digo todo esto para revivir circunstancias que en un tiempo tuvieron matiz político pero que ahora ya están en otra zona de los olvidos, sino para explicar por qué en una época Casablanca nos parecía, a los que parábamos aquí para seguir viaje desde Madrid a Tenerife, un país intermedio, casi una más de las islas Canarias, y que ahora es, sin duda alguna, un país extranjero.

¿Un país extranjero? Bueno, no tanto. Hay casas en Casablanca que son nuestras casas de los años 60, ese Santa Cruz humilde, digno y roto de los años 60, las calles de asfalto discontinuo, la expresión de la pobreza en esas mismas calles, en contraste con zonas más elegantes o distinguidas por las que caminan quienes pueden comprar vituallas, enseres y comidas que no están al alcance de esa clase de personas que viven a duras penas con salarios de miseria.

Ahora las diferencias entre Casablanca y Santa Cruz se han acentuado, porque aquí no se ha instalado una clase media que entre nosotros alcanzó cierta pujanza y el Gobierno, el local, el nacional, no se preocupado de adecentar sus calles y sus parques. Por otra parte, y esto es lo más importante para los que comparamos el aire con todas las cosas, como asmáticos que somos, el aire de Casablanca es nuestro.

Y en ese clima me sentí de aquí, como si Casablanca, en efecto no fuera un país extranjero. En las últimas horas de sol del jueves, el día que llegué, había una neblina como de Erjos. Me dijeron que esa neblina era muy poco habitual, estaban extrañados los que viven aquí desde hace mucho tiempo. Luego estuve pensando si no sería la neblina que se ve al final de la película Casablanca, que como todo el mundo sabe no se rodó aquí, sino en Hollywood. Esa neblina que envuelve el final del filme de Michael Curtiz era la que había detrás de la Gran Mezquita, al lado del centro de convenciones donde se celebra aún el Salón de la Edición y del Libro a algunos de cuyos actos tuvo a bien traerme el Instituto Cervantes que dirige en Casablanca Joan Álvarez.

De broma les dije a los amigos que me trajeron que probablemente el guionista de Casablanca vino aquí uno de esos días excepcionales de neblina tupida, que convierte a Casablanca en una especie de fantasma en la que renacen amores contrariados en medio de la indisciplinada existencia de una ciudad que entonces era, enteramente, un país extranjero.

Y me llevaron, cómo no, a la réplica moderna del famoso café Rick´s, que tampoco existió en la realidad. Hacía frío en la calle, como en Santa Cruz en las tardes de invierno; y la cerveza que me dieron, de nombre Casablanca, se me pareció a las cervezas que yo me tomaba en el Parque cuando era un chiquillo y aun nuestros vuelos Madrid-Tenerife o viceversa pasaban por Casablanca. Tan cerca entonces, tan lejos después, tan extraña y tan nuestra siempre.