"Uyyyyyyy", ha exclamado el país entero como el público de un partido de fútbol cuando un balón que parece que va a entrar acaba rebotando en el poste. Es el grito de un pueblo que llegó tarde a casi todo en Europa. Y así nos luce el pelo. Es la voz de una nación que sobrevivía cómodamente entre curas, caciques y grandes de España mientras en el resto de Europa acababan con el absolutismo cortándoles la cabeza a los reyes.

Toda esa represión ha salido ahora de paseo. Todas esas ganas y esa rabia por los poderosos. Por los ungidos. Y como ya no tenemos guillotina, les damos el paseíllo por los telediarios, que es como la gran Plaza de la Concordia, donde cientos de cuchillas suben y bajan todos los días en una interminable tarea de saneamiento público.

La absolución de la Infanta Cristina ha dejado muy mal sabor de boca a la gente. Es como si te hubieran ofrecido el mejor trozo de carne para quitártelo de delante cuando ya estás salivando. El juez Castro, que fue a por ella desde el minuto uno, cuando instruyó el proceso, no podía ocultar su decepción. No se lo esperaba. Había puesto el cogote de la infanta en bandeja y lo habían desperdiciado. Menos mal que nos queda el consuelo de meter entre rejas al marido, deportista olímpico y miembro consorte de la realeza. Menos es nada.

Por todos lados se jalea con humor la "ignorancia" eximente de la infanta de los negocios de su marido. La realidad de las parejas es que uno no termina sabiendo qué hace exactamente la otra persona en su trabajo. Incluso puedes pasar por alto que haya un Jaguar último modelo en el garaje. Esto de considerar el matrimonio como una sociedad donde los delitos de uno de los socios terminan pringando al otro es muy bonito hasta que te toque. Con Cristina se ha creado jurisprudencia. Se habrán escuchado los aplausos de Ana Mato de fondo. Y los de la mujer del contable Bárcenas.

Ya tenemos, pues, camino de la cárcel al yerno del rey. Se nos han terminado los jueces y fiscales mediáticos y el acoso de los paparazzi a la realeza, perseguida por todas partes para seguir dándonos un pedacito de carne cada día. Pero a cambio nos queda la telenovela de la cárcel. Acabamos con la Pantoja y empezamos con Urdangarín. Escucharemos relatos del trato de favor al cuñado del rey, a quien seguramente mandarán a la biblioteca en vez de a picar piedra. Algún otro recluso venderá una exclusiva a un "programa informativo" de mañana para contarnos con qué papel se limpia el trasero. El supermercado del árbol caído nos dará también astillas gráficas: fotos o vídeos del interior de la prisión, en los que algún empleado listo se ganará la extra del año. Las revistas se ocuparán de la infanta y sus hijos para informarnos de su triste espera.

Cuando cae la hoja de la guillotina se acaba todo para el condenado. Lo que no sabe Urdangarín es que lo suyo no ha terminado.