Adoro Fuerteventura desde la primera vez. La primera vez fue hace muchísimo tiempo, cuando estudiábamos primero o segundo de Filosofía y Letras en La Laguna. Los chicos nos mezclamos con los de otros cursos, y algunos íbamos en pos del amor que buscábamos.

En Fuerteventura se hicieron o deshicieron amores juveniles, pero se armó para siempre, en mi caso sin duda, el amor a la Isla.

Seca como un pez alcanzado de improviso y puesto al sol, salado y sabroso, carne de espina y de hueso, aquella tierra humilde, aquella arena desparramada sobre lo que ahora son carreteras que rompen las distancias que entonces separaban los pueblos remotos, es ahora una isla próspera. O, por lo menos, no es aquella tierra sin pan que visitó Miguel de Unamuno en los años veinte del siglo XX, expulsado de Salamanca, y casi del mundo, por ese enemigo cruel y tontorrón que fue Miguel Primo de Rivera, el padre de José Antonio.

Como ocurrió con Lanzarote, hasta que el turismo no la hizo presente Fuerteventura fue, por muchas razones económicas, de lejanía y de descuido, la cenicienta de las islas Canarias. Desde aquel viaje de estudiantes he estado allí muchas veces, alguna vez como periodista, otras veces simplemente por el imán que esa isla lagarto y caballo, vecina de Lobos, que es lagarto sin más, y ante Lanzarote, que es un animal de cabezas de fuego, ejerce sobre mi, como lo ejerce, también desde hace muchos años, El Médano, en el sur de Tenerife.

Es curioso que busque siempre islas o lugares como estos, tan secos, tan escurridos de agua y de barrancos. Quizá porque en mi niñez y en mi adolescencia los bronquios respiraron el agua húmeda del barranco San Felipe, del Puerto de la Cruz, quizá porque el asma que sobrevino ha buscado siempre en vez de bosques o montañas llanuras por las que circule la respiración sin otra cortapisa que las que el pulmón de su busque.

Y Fuerteventura, como El Médano, son paraísos similares para mi respiración. Son islas, pueblos, para respirar; busco en todas partes, en todas las islas, algún motivo que me une a la memoria de los lugares en los que he vivido; adoro La Laguna, me siento del Puerto porque ese es mi sitio, el de mis amores familiares, el de mis deudas sentimentales más queridas, La Orotava siempre ha sido el recuerdo de la cultura y de los libros, en Icod amé intensamente el olor del mar, en Gran Canaria descubrí las dunas de Maspalomas, que es Fuerteventura de otra forma, en El Hierro soy del Puerto de la Estaca y del arroz y de los pinares de José Padrón Machín, en La Gomera soy del Cedro, sobre todo del Cedro y de los recuerdos en el Cedro, y en La Palma soy de San Andrés y Sauces y de la juerga a mediodía, y del Roque de los Muchachos, y de Lanzarote soy de César Manrique, que es una isla en sí mismo.

Soy de las islas, esa es mi identidad, de todas las islas, y esta última semana he sido de Corralejo, en Fuerteventura. Fui por primera vez con mi nieto, y por primera vez iba mi hija, me parece. Pilar es la chica aquella tras la que yo iba a Fuerteventura, y ahora sigue siendo mi mujer. Sin decirlo, sin explicarlo demasiado, sabíamos que este encuentro con Fuerteventura tenía dentro como un mensaje dejado en una botella. Como si el tiempo fuera sabio y uniera las partes de un todo, aquel viaje y éste se juntaron en el silencio que te da Fuerteventura por las noches, esas noches cerradas del invierno. Mi nieto pensó que llega al paraíso. Todavía no tiene tiempo para que le explique que también fue tierra de destierro, que la dictadura precoz del siglo XX, a la que sucedió la otra dictadura, le usó para confinar seres que, en contra de lo que querían los sátrapas militares, aquí fueron felices y aventurados como don Miguel de Unamuno.

Tierra de destierro y tierra de felicidad, Fuerteventura.