Más de 160.000 personas se manifestaron el 18 de febrero pasado en Barcelona en solidaridad con los refugiados, pidiendo su acogida. ¿A todos? No sabemos. Hace muchos años vislumbré el inexorable declive de Cataluña. No defraudan, llevan años saliendo cientos de miles de personas a la calle a la mínima, nunca por necesidades perentorias, materiales, básicas, sino por grandes ideales. Que siempre tienen que ver con el amor: amor a la patria, a la democracia pura (no la justicia), a los refugiados, al monolitismo nacional, ideológico, lingüístico... Compelidos por intensos estados emocionales, sugestiones colectivas, pulsiones de pertenencia y encuadramiento que solidificados en poderosas y oceánicas masas se ritualizan (sacralizan) como liturgias. Lo único que no cuadra es que aún no les haya salido el conductor, el caudillo que esperan. Está ya hecha la gran obra del caudillo: la absoluta entrega de las masas en gigantescas concentraciones, pero falta este, le necesitan. Núremberg, El Malecón, Kremlin, Plaza de Oriente... imágenes de epopeya, de hitos excepcionales y retumbar de gargantas como varios estadios de fútbol que desfilaran. A ver si la función crea el órgano. Las mentiras y desvergüenza son escandalosas, pero las masas cuentan con su número y su fuerza. Erigen fronteras terminantes con los suyos (hispanos todos), los de al lado de toda la vida o con los propios, y van a acoger a muchos, a todos seguramente. ¿Los más férvidos excluyentes se han vuelto de verdad incluyentes del verdadero Otro? De momento ni han cubierto su cupo de refugiados, decía El País.

Estos estados de imantación de afectos colectivos, el desbordamiento del pathos más gregario, el proponerse como ejemplares galvanizando de moral solidaria los rugidos callejeros, obviamente suprimen todas las categorías racionales. ¿Analizar y tratar de solucionar la cuestión de los refugiados, emigrantes, desplazados, para qué? Se ven urgidos a dar lecciones de concienciación y superioridad moral al mundo y ser luz entre tinieblas que nos guíe. En el fondo otro ramalazo narcisista, que antepone el culto a su imagen, digno del nacionalismo separatista. A lo que se une el buenismo de la sociedad del bienestar y despilfarro, ese infantilismo de quienes creen que la vida ha de ser muy deferente con ellos, impidiendo crearles incomodidades o sinsabores. O fotos feas. No lo toleran. Abolida toda facultad crítica, aquel impulso profundo de escenificación se sirve de los refugiados, ¡que bastante les importan! Cómo no se les ha ocurrido cobrar 10 euros a cada manifestante. Les hubieran venido muy bien, pero no va de eso.