El otro día me encontré de nuevo con Carlos Agulló; el de verdad, el padre. Y digo esto porque los hijos que nos llamamos como nuestros progenitores somos siempre un poco de broma. A este hombre, quizás desconocido por ustedes, yo lo conozco desde hace 30 años. Me lo presentó su sobrino y amigo mío Andrés de la Vega Vidal. Si bien no he tenido excesiva confianza con Carlos, desde un primer momento, como también hoy, me trató con una cercanía y un cariño excepcional. Y es porque así es él. Lo recuerdo siempre por esas calles haciendo algunas cosas surrealistas que siempre llamaban mi atención. Durante una época salía en patines a pasear a una perra bardina que tuvo y que se llamaba Lola.

Después de acompañar al animal por ese parque García Sanabria sobre esos zapatos con ruedas, en ocasiones la perra lo remolcaba a él con la correa desde la fuente de La Maternidad hasta el quiosco Numancia. Cuando coincidí con él en el pádel me comentó que iba a jugar un partido cuatro veces por semana y que mañana era su cumple. Al preguntarle me respondió que eran 80. Yo, como dice mi amiga María Jesús León, me quedé "ojiplático". Agulló me confesaba que el deporte, además de físicamente, había sido toda su vida una liberación mental en los momentos más complicados. Tras confesarme que el secreto había sido la constancia entró a la pista mientras yo lo observaba alucinado. No conozco ninguna otra persona que practique con tanta alegría e intensidad un deporte a los 80. Y aquí me tienen contándolo, porque ver gente así da un subidón de mil pares de bemoles.

@JC_Alberto