Leo en un periódico, entrecomillada, una frase relativa al Festival de Música de Canarias, que se atribuye a la Consejera de Turismo, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias: "Hemos conseguido que el Festival se abra al pueblo y deje de ser propiedad de las élites".

En tan pocas palabras no se pueden decir más inexactitudes ni introducir mayores dosis de demagogia, por no utilizar otros términos menos comedidos. Pero como lo cortés no quita lo valiente, debo agradecer a la consejera que me incluya en esas élites que, según ella, se habían apropiado del Festival, aunque recordándole que ignora bastante la historia de una música que la mayoría, erróneamente, suele llamar "clási-ca". Se puede considerar que esta clase de música sí fue parcialmente elitista en el siglo XVIII y su entorno, cuando (afortunadamente) florecía y se desarrollaba en los palacios y salones de la aristocracia, cuyos miembros eran casi siempre aficionados y protectores de este arte, con frecuencia instrumentistas meritorios y algunas veces compositores no despreciables (como Federico II, rey de Prusia, o el emperador Pedro I del Brasil). No se puede olvidar, sin embargo, que la música de muchos grandes compositores siempre fue accesible al "pueblo" en los oficios religiosos, para los que J. S. Bach, por ejemplo, compuso más de doscientas cantatas, dos pasiones, una misa, gran cantidad de obras para órgano, etc.; oficios religiosos en los que unos dos siglos antes de Bach los fieles creyentes pudieron asistir también, en la Basílica de San Marcos de Venecia, al nacimiento de un fenómeno musical tan interesante, novedoso y revolucionario como el de los coros "spezzati". Por tanto, tacharla hoy de elitista con intención peyorativa, aparte de resultar ridículo, está fuera de toda realidad.

Después de este necesario preámbulo, puedo afirmar que como asistente a los conciertos del Festival de Música de Canarias no me he sentido nunca integrante de ninguna clase de élite, y mucho menos usurpador de nada. Simplemente como un ciudadano amante de la gran música que ha ido adquiriendo abonos para los sucesivos festivales, exactamente igual que la maestra de escuela a la que le gusta Beethovem, el empleado de banca que se emociona con las sinfonías de Tchaikowsky o el estudiante de bioquímica que encuentra apasionante "La consagración de la primavera". Exactamente igual que quien compra entradas para ir al fútbol, al cine, a una revista musical, al museo del Prado o a una representación de "Don Juan Tenorio".

En cuanto a lo de "hemos conseguido que el Festival se abra al pueblo", yo le preguntaría a la consejera: ¿y quién es, según ella, el pueblo? El "pueblo", la "gente"... Estamos hartos de políticos mediocres que utilizan continuamente esos términos arrogándose su representación, cuando realmente el pueblo y la gente somos todos, cada uno con sus ideas, sus gustos y sus capacidades. Si cuando hablan de "élites" y de "pueblo" lo que quieren indicar es que hay unas personas más cultas y otras menos cultas, y que las primeras son minoría, tienen toda la razón. Siempre ha sido así y lo sigue siendo, aunque hoy con muy poca justificación, al menos en nuestro país: hay infinidad de bibliotecas, museos, conferencias sobre toda clase de temas, exposiciones, medios de comunicación, etc., a través de los cuales el que quiera puede acercarse a la cultura con un coste cero o casi cero. ¿Por qué, entonces, no hay más personas cultas? Eso habría que preguntárselo a un sistema educativo desastroso y a las características de la sociedad actual, que no incentiva la curiosidad y el deseo de saber.

A los organizadores del último Festival de Música les ha preocupado mucho que el público haya ido en descenso durante los últimos años, pero sin preguntarse por los motivos. Se los explicaré: aparte de la crisis económica, que ha influido en no poca medida, se han producido problemas de salud, simple envejecimiento o fallecimiento de muchos de sus seguidores más fieles. Ahí está el "quid" de la cuestión: todas esas bajas no se han ido cubriendo en igual o mayor cuantía por gentes de otras generaciones, debido a la triste realidad de que a la inmensa mayoría de los jóvenes y no tan jóvenes no les ha interesado nunca esta clase de música, y han pasado por la vida sin tener ningún contacto con ella. Como paradigma de esa generalizada ignorancia, siempre recordaré la entrevista que leí no hace mucho tiempo, realizada al rector de una universidad española. Deseando pulsar sus preferencias musicales, le preguntaba el entrevistador si era de Los Beatles o de los Rolling Stones. Y como la respuesta estuvo en la misma tesitura todo parece indicar que en materia musical ni el periodista ni el rector veían más allá de ese horizonte.

Con estos antecedentes, ahora, de repente, surge en Canarias la pretensión ilusoria y falsa -manifestada de forma reiterada durante la gestación del último Festival- de "atraer nuevos públicos". Es como intentar atraer a representaciones teatrales en ruso a quien no sabe ruso. Se aburrirá soberanamente, por muy excepcionales que sean los actores; no digamos si la representación es vulgar o mediocre. Tal vez en un primer contacto muestre cierta curiosidad por la novedad del ambiente, el movimiento escénico, los decorados o los juegos de luces, pero nunca será un aficionado al teatro en ruso mientras no aprenda esa lengua.

Pues como el ruso, la gran música es un lenguaje que puede llegar a ser muy complejo y sutil, con sus procedimientos, normas y convenciones que hay que cono-cer para entender y apreciar lo que en él se dice. Y eso no se consigue de la noche a la mañana. Que cuiden, por tanto, a los públicos ya existentes en lugar de ahuyentarlos y buscar utopías.

No descarto, aunque con escaso optimismo, que en un futuro más o menos lejano surjan nuevas oleadas de jóvenes entendidos y entusiastas de la buena música, sea de la clase que sea. Pero entretanto podríamos ir preguntándonos: ¿qué han hecho hasta ahora la sociedad y la política para conseguirlo?

Volviendo a la frase del principio, si realmente la ha pronunciado quien se dice que la ha pronunciado, me parece del todo desafortunada e impropia de alguien que desempeña un cargo de tanta responsabilidad como la Consejería de Cultura de un Gobierno autonómico. Y sin dejar de considerar sus posibles méritos en otras mate-rias, en mi opinión dicha persona no debería seguir ni un minuto en esa tarea, ni volver a estar al frente de nada que tenga que ver con la educación y la cultura.