Vivimos en una isla marcada por la poderosa presencia del mar. Pero construimos las casas en las medianías, como hacían nuestros ancestros; aunque ellos tenían la razonable excusa de que estaban huyendo de los piratas. Nuestros pueblos están en las laderas, mientras que las casas de los extranjeros y los hoteles se han levantado frente a ese mar al que damos la espalda. De todas las capitales del mundo con frente marítimo, Santa Cruz es la única que carece de un malecón, un paseo pegado a las olas, una relación entre la urbe y el mar.

Podríamos cultivar miles de especies de pescados en granjas marinas, pero hacemos canteros en las montañas. Es raro, pero aceptémoslo. Dentro de lo raro, sería lógico vender nuestras frutas y verduras frescas cerca de donde se producen. Tenemos quince millones de visitantes cada año a los que les encantaría probar las papas negras con mojo, el queso canario o el vino de nuestra tierra. Pero no. Nos dedicamos a enviar nuestras producciones agrarias a mercados que están a miles de kilómetros de distancia. Y al mismo tiempo, en vez de producir lo que necesitamos nos dedicamos a importarlo de otros lugares. ¿Tiene sentido todo esto? Sí. Que todo está basado en la falsedad. Los productos que cultivamos nos dan a ganar dinero antes incluso de plantarlos, antes de transportarlos y antes de venderlos. Vivimos del cuento de las subvenciones y las ayudas, y por eso nuestra economía carece de lógica. Porque no es real, sino un cuento chino.

Nos llevamos las manos a la cabeza por los efectos del turismo sobre el territorio. Todos esos guiris con sus coches de alquiler sueltos por las Islas: qué peligro. Pero si nos molestásemos en levantar la cabeza veríamos fácilmente quién se ha cargado el paisaje de las Islas. No hay turismo en las laderas de Güímar. Ni en Valle Guerra. Ni en Las Caletillas. No ha sido el turismo el que se ha comido en apenas cincuenta años el verde del Valle de La Orotava y el que ha devorado el borde de los acantilados del Norte. No es el turismo el que ha llenado los bordes de las carreteras de casas adosadas, el que acabó con las arboledas de nuestros pueblos y con el encanto de nuestras pequeñas plazoletas. Hemos sido nosotros los que hemos construido casas por todos lados, devorando fincas y suelos. Hemos construido tapando los barrancos o en sus bordes, de tal manera que cuando corren acaban causando destrozos.

Hemos ido creando una cultura de que alguien tiene que solucionar "lo nuestro" sin atender a que, en ocasiones, hacemos pagar a los demás por algo que no les concierne. Nos pasamos la vida diciendo que el resto de España tiene que ser solidaria con Canarias. ¿Por qué? Durante siglos la solidaridad consistió en que nos dejaran en paz con los impuestos. Ahora no. Nos quedamos con impuestos propios (mil seiscientos millones), nos subvencionan la energía (mil doscientos millones), el transporte de viajeros y mercancías (quinientos millones)... Pero queremos más. Seguimos creciendo, devorando, consumiendo... y quejándonos.