Más que posible, es cierto; vive a veces cerca y otras distante. Pero esta ahí, en nuestro entorno. Llega por el mar, despliega sus banderolas en mástiles desvencijados llenos de polilla y su proa apunta hacia los muelles de muchos que lo esperan y de otros que desean que su retraso sea de años.

Fue en el mar imaginario de Castilla donde comenzó, y los clarines y los himnos los puso en boca de muchos Onésimo Redondo y Ramiro de Maeztu. Y quedaron como recuerdo de aventuras patrias, como bastión de un Occidente atormentado que pretendieron integrar en una civilización y en una cultura más allá de la europea. Pudiera haber sucedido. Pero desde la estulticia de una ramplonería inútil, lo cierto es que han quedado en el aire ensalitrado de otros mares y en el resabio frustrante de algunos, hoy no muy lejos de nosotros.

Pero casi están, disfrazados de progresistas altísimos, como pertenecientes a la alta escuela ética de los clásicos griegos, dándonos lecciones como si fueran abanderados de nuevos tiempos, cuando su palabrería ruidosa, incorrecta y desafiante solo sirve para que en su nirvana encantador se mezan y deleiten a su tribu.

Dicen que han inventado la mejor de las maneras para hacerse con el poder haciendo lo diametralmente opuesto. Desde los parlamentos hasta la calle, desde la dialéctica insulsa hasta la provocación callejera, donde el caldo de cultivo, creen, les favorecerá.

Y pudiera ser que sí, que salten al escenario del nacionalismo y llegar en un momento de arrebato dialéctico, como ya casi lo insinúan, a un pleno rendimiento patriótico donde lo que hay que defender es la patria por encima de todo.

A esta la fraccionarán y llegarán a las pequeñas patrias, a aquellos territorios donde procurarán penetrar con su elocuencia facilona y, sobre todo, muy (y demasiado) patriótica.

Sabrán más que todos juntos de cómo hacer la reforma electoral canaria, de cómo gestionar todas nuestras debilidades sin mirarse las propias, de cómo desde sus trabajos de campo político pretenden organizarnos la convivencia mediante sus copias y franquicias.

Y puede que lo consigan. Que en un tiempo determinado ese patriotismo que profesan pueda más que cualquier otro nacionalismo que se desmarque de su consecuente esencia y legitimidad política. Y, efectivamente, terminen creyéndose que son los redentores del gran espacio de la política y, sobre todo, del patriotismo que, desde la época de aquellos que alzaron sus proclamas patrias desde el Teatro de la Comedia en Valladolid, se erigieron como defensores de los valores nacionales españoles, continuadores del quejido de los del 98, y que traspasando las barreras del tiempo y de la historia, llegan hoy con otro modelo camuflado pero sin dejar de invocar las rutas por donde se tiene que llegar al imperio.