Alain Touraine ya lo pone de manifiesto: "La nación es un actor no moderno que crea modernidad". Desde la Revolución Francesa, que es cuando comienza a hablarse de nacionalismo y de nación, la evolución de estos dos conceptos algo ha variado.

Y no se trata de negar la importancia que tiene el estado-nación como ideología, sino cuestionar o no su existencia como realidad política arraigada y predominante. A comienzos del siglo XIX, las bases del nacionalismo cultural y político emergieron debido a que los pueblos se consolidaron a partir de indicadores étnicos, fundamentalmente los orígenes, la cultura y la lengua, obligados por la invasión de Napoleón a Europa. Y ya más adelante con el Romanticismo, cuando Lord Byron no se cansa de pregonar que hay que rescatar a Grecia de los otomanos y hacerla una nación. Si bien se pensó que la envestida nacionalista heredada de la Revolución de 1879 se podía contener tras el Congreso de Viena, no fue así, y el nacionalismo como ruta obligada a la construcción nacional se tiñó de ideología y junto al socialismo y liberalismo definieron las tres ideologías dominantes del siglo XX.

Por otra parte, la eclosión nacionalista en España irrumpe en pleno desastre colonial, cuando no le queda otra alternativa que castellanizarse y mirarse el ombligo, a lo que contribuyó la mal llamada "generación del 98", apareciendo en escena los nacionalismos vascos, catalán y los vestigios del canario en la figura de Secundino Delgado.

Sin embargo, las rutas que condujeron al nacionalismo no son las mismas de hoy. Entonces fue por el desguace del Estado, la derrota, la desmitificación del imperio y la pobreza moral de una decadencia encubierta. Hoy el nacionalismo aparece con fuerza porque la solidaridad universal, que ha sido un referente socialista, se ha difuminado y solo se encuentra dentro de organizaciones progubernamentales dependientes del erario publico, y lo que queda, como resto de un pensamiento, más que único quebrado, es el territorio, la supervivencia territorial.

Sin territorio, sin tener todos los atributos que lo conforman, como es su máximo autogobierno, el nacionalismo se atasca, aunque se insista en este trayecto hacia la modernidad como premisa fundamental para asentar un nacionalismo consecuente del siglo XXI.

De ahí que uno de los caminos que conducen hacia la modernidad del nacionalismo no es el de antes. No es ni la Revolución ni el Romanticismo. La esencia fundamental es la necesidad sin paliativos de ninguna consideración más que la aspiración al autogobierno, sin dictados y desde la madurez de los pueblos, que es la que debe ponerse en rodaje para una nueva etapa que no se debe cuestionar, y menos a estas alturas de la historia.

Pensar el territorio, su desarrollo, desde una ideología nacionalista, es prioritario para que el nacionalismo toque las puertas de la modernidad.