No se puede decir que España sea republicana. Si es por tiempo, ha estado más siglos con corona que sin ella. Y eso por no recordar que la última vez que nos quitamos de encima a un rey nos tragamos durante casi medio siglo las órdenes de un general gallego y bajito que, entre pantanos y bayonetas, consiguió morir de viejo y en la cama.

Pero se puede decir sin temor a equivocarse en mucho que toda España se hizo juancarlista. Primero porque el primer rey fue elegido por Franco como sucesor suyo del Movimiento, al que le hizo jurar fidelidad. Menos mal que los reyes suelen ser infieles y que Juan Carlos I decidió cargarse la dictadura, disolver las Cortes franquistas e instaurar una democracia parlamentaria y elecciones libres. Todo eso, visto desde la perspectiva de hoy, parece humo de pajas. Pero no lo fue. Con luces y sombras, la Monarquía hizo un milagro y consiguió trenzar una transición pacífica.

Pero por si fuera poco, el hoy rey emérito tuvo que tomar una decisión que marcaría nuestro destino la noche del 23 de febrero de 1981, cuando la guardia civil tomó por asalto el Congreso de los Diputados y secuestró a los representantes de los ciudadanos en un bochornoso intento de golpe de Estado que algunos, hoy, califican de ridículo. Supongo que no estaban en las regiones militares donde los capitanes generales mandaron salir a la calle al ejército mientras por Radio Nacional de España, tomada a la fuerza, sonaban himnos militares. En aquellos momentos nadie pensó que aquello fuera ridículo, sino que era el fin de un corto periodo de democracia que iba a morir allí mismo, con un golpe de Estado que respondía a la sangrienta provocación del terrorismo vasco, que mataba una semana tras otra.

Esa noche Juan Carlos I, con uniforme de capitán general de todos los ejércitos -o así-, salió por televisión anunciando que la Corona estaba con la democracia, con los diputados electos y con el pueblo de España. Y se jodió el invento. Los capitanes generales se metieron el rabo entre las piernas y mandaron a sus soldados -a nuestros soldados- a regresar a los cuarteles.

Por estas importantes razones, millones de republicanos se hicieron juancarlistas. Aceptaron una institución antidemocrática, un residuo del pasado que pervive sólo en algunos países, como una forma de agradecimiento a un rey singular que lo siguió siendo hasta el final de su reinado.

Como republicano convicto y confeso, entiendo que la Monarquía es algo anacrónico. Pero si se establece en la discreción, la pulcritud y en la mera representación del Estado, constituye un sistema aceptable en una democracia parlamentaria. Un sistema que otorga estabilidad, que es, por cierto, lo que este país necesita. Viendo los jefes de Estado que hay por ese mundo de dios (Trump, Putin, Kim Jong-un, Maduro...), me quedo con Felipe con los ojos cerrados. Y la tricolor en la gaveta, por si un acaso.