Este es el verdadero siglo de las luces español. En este país tenemos gente que es como un rayo de luz cegador. Gente que habla para alumbrar el camino que no encontramos, con una mentalidad preclara. Ya conocemos a Mariano Rajoy Brey, autor de frases que, por su profundidad, nos han dejado una honda huella como esa, imborrable, de "un vaso es un vaso y un plato es un plato".

Pero el talento no es una flor que sólo crece en las escarpadas alturas del Gobierno, sino que también se da en los fríos páramos de la oposición. Ahí está para confirmarlo lo que ha dicho en Tarragona, sin fenecer de un derrame cerebral, el eterno candidato socialista a cualquier cosa, Pedro Sánchez: "Cataluña es una nación. Y España es una nación de naciones".

Sánchez dice estas cosas como el que recita las tablas de la ley después de bajar del monte. Aunque las tablas se las dieron a Moisés en el Sinaí, a Sánchez, por destino y trayectoria, se las darían en la cumbre del de los Olivos. Y debe ser que se las fue leyendo al bajar y con el ajetetreo se perdieron las sutilezas de los conceptos de nación y Estado.

Ni el centralista más acérrimo y cerril tendría el menor problema en reconocer que Cataluña es una nación. De hecho, la Constitución del 78, tan etérea, considera a los catalanes una nacionalidad histórica que accede al autogobierno -como los vascos- de una manera diferente a la del resto de los territorios de "régimen común" del Estado. Los catalanes pueden ser perfectamente una nación histórica, un pueblo elegido, una unidad de destino en lo universal, una sola sangre y una lengua o, en suma, todos los elementos retóricos que Sánchez quiera colocar en fila india en su discurso. Lo que no pueden ser, aunque sí quieren ser, y ahí está la cosa puñetera, es un Estado soberano.

Porque lo que Sánchez no sabe -o sí sabe y se hace el tonto de capirote- es que se puede tener el máximo autogobierno, la soberanía fiscal, una hacienda propia o incluso un papa, siempre y cuando se mantenga que todo eso ha sido cedido por el Estado español, que es el titular de la soberanía del pueblo de España. Y esa soberanía es innegociable e indivisible como principio activo del compuesto nacional español.

Los catalanes quieren ser un Estado. Da igual que sea para mandar al resto de España a freír puñetas o para seguir juntos dentro de una confederación de Estados ibéricos. Es irrelevante. Acceder a esa soberanía supone desgarrar y destruir la soberanía del Estado español. Y de igual forma que un hipotético Estado catalán ni de coña permitiría la creación del Estado independiente de Tarragona, el Estado español no consentirá, ni por lo civil ni por lo militar, que una de sus partes se le suba a las barbas.

Todo esto es sencillo de entender. Menos en el monte de los Olivos de Sánchez. A esas alturas se enrarece el aire. Y la falta de oxígeno, ya se sabe, impide pensar con claridad.