A mediados de los setenta, un mediocre escritor francés, Jean Raspail, escribió un libro futurista: "El desembarco", donde planteaba una hipótesis: ¿qué ocurriría ante una invasión de cientos de miles de personas que intentaran traspasar las fronteras de Europa? El libro fue alabado en su día y condenado hoy por xenófobo. Su autor no se piensa autor de ningún libelo político: simplemente ha expresado su opinión sobre la cobardía y la decadencia europea.

Después de cada acto terrorista en Europa, del atentado de Estocolmo o del último de París, salen en televisión autoridades que hablan de la resiliencia ante el horror y afirman no tener miedo. Pero también hay buenos ciudadanos, como el dueño de una pequeña tienda en Suecia que se plantó ante la cámara para decir: "Esto es lo que estábamos esperando que pasara. Esto es lo lógico. Hemos dejado entrar a cientos de miles de inmigrantes, sin saber quiénes eran. Ahora están aquí. Y nos matarán cuando quieran". Sin alzar la voz, sin alterarse, con la piel blanca y los ojos claros mirando a la cámara con insolencia.

Ese buen ciudadano entre cabreado y asustado es la materia prima del populismo europeo del miedo. Porque aunque al día siguiente de sus declaraciones dos bombas estallen en dos iglesias coptas en Egipto, matando a decenas de cristianos y dejando mutilados a muchos asistentes a una celebración religiosa, los europeos sólo sienten el dolor en sus propias extremidades. La vieja Europa está sumida ahora en una crisis de identidad. Es el peor momento para plantearle grandes problemas. Pero los tiene. Y son tan importantes como el vacío que va a dejar en su alma la marcha de Gran Bretaña, donde el pánico ya venció al futuro.

Décadas, por no decir siglos, de políticas colonialistas y de intervenciones expoliatorias han creado un tercer mundo íntimamente vinculado con Europa a través del odio y el deseo. El odio por todo lo que creen que les hemos hecho o el deseo de escapar de sus países, sumidos en la guerra y la pobreza, para llegar al paraíso europeo. Desde algunas empobrecidas ex repúblicas soviéticas, desde Siria, desde Túnez, desde Marruecos, Etiopía, Sudán... Desde todos los rincones del mapa de la miseria se trazan rutas por las que fluyen familias enteras que huyen de la muerte y la hambruna. Millones de personas en el entorno de Europa ponen sus ojos en una sociedad de riqueza y oportunidades en donde creen que podrán encontrar una vida mejor. O, incluso, solamente una vida.

Si los grandes partidos moderados de Europa no pactan una nueva manera de ayudar al desarrollo de África y una gran política migratoria, humana pero contingentada, los populismos arderán con más y más sangre. Denunciando que los lobos se esconden entre las ovejas. Que las avalanchas de inmigrantes no tienen tiempo de integrarse en nuestra cultura o que simplemente la rechazan. Y con cada asesinato, con cada atentado, estarán más cerca de gobernar un día Europa y destruirla desde dentro. Ellos serán, a la postre, el atentado final. Esta vez no será en Francia, pero se acerca. El miedo se acerca.