A los titulares los carga el diablo. Como las fe de erratas. Ya se conoce la famosa fe de erratas que explicó un error diciendo que se había producido una "errita". Hace unos días, en un comentario, escribí "violencia etarra" y salió publicado "violencia errata". Lo arreglé en la web. No hay la misma fortuna con los errores y sobre todo con esos titulares que carga el diablo: ahí se quedan para siempre y no los arregla ni el médico chico, perdón, chino.

Lo que le pasó a Ramón de Garciasol, gran poeta, el corrector de pruebas más importante de la posguerra, fue aún peor, porque le pasó a él, como corrector, con algo que él mismo había escrito. Tras la guerra civil Garciasol tuvo que vivir escondido en algunas tareas oscuras, antes de volver a la luz, con ese seudónimo, como el excelente poeta que fue. Los directivos de Espasa lo reclutaron para que fuera el más reputado de los vigilantes de la excelencia de sus libros. Como además era escritor Espasa le pidió una antología de sus propios poemas.

Garciasol era un hombre muy enamorado de su mujer, Mariuca, a la que le dedicó muy inspirados poemas. En ese que corrigió contaba la experiencia de una siesta: él se había levantado para irse a su tertulia del Café Gijón y, cuando se disponía a dejar la casa, entró de nuevo en el cuarto para comprobar si aún dormía Mariuca. Dormía. El poeta terminaba con estas palabras: "Y me fui de puntillas". En la página apareció: "Y me fui de putillas". Ahí no había página web que valiera: hasta que le edición se acabó (si se acabó) ahí estaba Ramón (que se llamaba Miguel: no es errata) yéndose de "putillas" mientras dormía Mariuca.

Entre todas las erratas hay una que es mi preferida. En un periódico uruguayo, de la fraternal Montevideo, se produjo el derrumbamiento de un edificio. Sólo hubo un muerto, a pesar del enorme desastre. El titular de ese periódico no daba lugar a dudas: "Muere aplastado por su propio domicilio".

Todo esto viene a cuento de un titular de ayer mismo, en la sección Diario de un lector de periódicos que tiene a bien publicarme EL DÍA. Quise decir: El día en que Tinerfe lloró y empezó a cambiar Canarias. Y puse: El día en que Tinerfe murió y empezó a cambiar Canarias. Mil perdones al periódico, a la familia de Tinerfe, a la que estimo muchísimo, y sobre todo perdón a la historia: Tinerfe murió el 10 de enero de 2004, a los 87 años; sus cenizas fueron esparcidas por la tierra que más quiso, el Valle de Güímar; era un hombre muy afable, muy serio, muy convencido, hasta que yo lo traté, de las ideas que defendió tras el alzamiento en armas del general Franco, precisamente en Tenerife.

A partir de 2004, tras la muerte de Tinerfe, habrán cambiado algunas cosas; más cambiaron desde el 20 de noviembre de 1975, cuando se produjo la muerte de Franco, ante cuya noticia yo vi llorar a Tinerfe. Seguramente lloraron muchos más, como se observa en las imágenes de la época; lo que yo quería decir en ese artículo que publiqué ayer era que en ese llanto yo vi el símbolo del fin de un periodo de nuestra historia. Al día siguiente probablemente Tinerfe seguiría sintiendo la congoja que se le advertía esa mañana, pero la sensación que pudo apreciarse en la sociedad isleña fue que tal melancolía no estaba por ninguna parte entre los que habían sido, entre nosotros, fieles al recién fallecido jefe del Estado.

Pero, en fin, la errata, el error, fueron mi culpa. Decía Julio Cortázar, en un cuento que cito con frecuencia por su título, No se culpe a nadie. Cómo que no: en este caso el culpable soy yo. Como soy culpable, por otra parte, de todos los errores o erratas, mayúsculas o minúsculas, que he cometido en más años de oficio que los que caben en el desfondado baúl de las erratas, digo, recuerdos.