Todo en la vida es una crónica de la que uno, a veces, forma parte. Pero ha de simular que no lo es: contar las cosas que pasan, no contar las cosas que nos pasan. Los periodistas, sin embargo, somos seres corrientes, y caemos en la tentación de contar lo que nos sucede en lugar de dedicar ese esfuerzo a contar lo que les pasa a los otros.

Pasa, sobre todo, con los obituarios; muere otro, y los que quedan y lo han conocido reciben el encargo de contar la vida del fallecido, porque es notorio en la sociedad, porque es famoso o porque en el ámbito, local o regional o nacional, esa persona ha dejado una huella. Pero lo primero que hace el autor del obituario es decir qué relación tuvo el protagonista con la vida... del autor.

Aquí voy a hablar del oficio (que no está muerto, aunque todos hacemos algo para matarlo) y espero que sólo escriba de quienes lo aprenden actualmente, con una leve referencia al que lo aprendió (y lo sigue aprendiendo) y es viejo. La vieja referencia es una cueva a la que llamaré La Cueva. No de Platón, de Don Salvador. El bar de la Universidad de La Laguna lo regentaba en los años 60 un hombre genial que se llamaba Don Salvador, capaz de dormir de pie. Él tenía la llave de La Cueva, que era literalmente una cueva en el patio de la Universidad, que dividía el único edificio de entonces, tan fresco, tan habitable, tan alto, en Letras y Ciencias. En esa cueva se concentraban profesores que a la vez eran periodistas en ejercicio (Ernesto Salcedo, Alfonso García-Ramos) y catedráticos que sacaban tiempo para meterse en aquellas humedades.

Entre éstos estaban don Alejandro Cioranescu, sabio rumano que se vino a España por razones de su pertenencia a los que creyeron que habían que levantar el brazo al ritmo de Hitler, y don José María Hernández Rubio, que había hecho lo propio ante José Antonio y después. Pero ambos reciclaron sus ideas, o por lo menos sus actitudes, y fueron de una manera u otra profesores de enorme reputación cuyas clases se llenaban de alumnos de otras asignaturas...

Esos eran, entre otros, nuestros profesores; y ese era el espacio extraordinario, insólito, en el que estudiábamos. Una cueva, no como la de Platón, supongo, pero casi. Y ahora he estado, medio siglo más tarde exactamente, en la Pirámide donde estudian los jóvenes canarios, de La Laguna, de Santa Cruz, del Puerto de la Cruz..., de tantos sitios, este oficio invencible al que le dan tortas hasta en el carnet de identidad. Y ellos quieren ser periodistas.

Algunos han ejercido o ejercen, hacen prácticas, tienen, bajo la bella pirámide que los acoge (como una pirámide egipcia, como la pirámide del Louvre alrededor de la cual hizo su famoso paseo el ahora presidente de Francia, Emmanuelle Macron), profesores ágiles y dedicadísimos, cuentan con hermosas instalaciones, salas multimedia, ventanales que parecen cuadros abiertos al futuro de la tierra y de la mente...

Con ellos estuve cuatro días, ayudado por otros colegas que vinieron a charlar con ellos y conmigo, y de todos (de todos los chicos, sobre todo) aprendí algo que me resulta emocionante: todos han venido a estudiar a la Pirámide después de haber comprobado que no hay, para ellos, oficio mejor. En un mundo en el que los periodistas creen que son hongos y nacen en cualquier parte, y no importa que de veras sean o se sientan periodistas, estos chicos, muchos de ellos de extracción humilde, con vidas difíciles en casa, arrostran las dificultades que les pone la historia actual de desencuentros con la suerte, y se empeñan en ser periodistas. Ellos no saben, porque no lo dije allí, que pocas veces en mi vida de periodista fui más feliz que entre ellos estos días.

Ah, ¡y les dije que uno nunca debía ser el protagonista de una crónica! Ellos me perdonarán.