Si para algo da el festival de Eurovisión es para comentar. A mí la canción de Portugal me pareció un sieso de solemnidad, un tranque soporífero. Y lo siento por esas sensibleras almas que aseguran haber llegado al éxtasis gimoteando con la bazofia de marras. El concurso, que es un despliegue de potencial audiovisual y multitudinario, a lo menos que invita es a cantar una balada en un idioma residual. Pero ahí estaba el ojeroso Salvador Sobral, un tipo que no conocía ni la madre que lo parió, cursi como una rapadura, pero que hoy se disputa la popularidad con Cristiano Ronaldo en su país. Y qué me dicen de España, qué canción, qué temple en el escenario el de Manel Navarro; y qué gallo.

Este pobrecito, hoy bufón de la corte patria, no levantará cabeza en su puñetera vida si no le echan un cabo a su psiquis. Y si bien alguno lo disculpa, el porcentaje es de uno contra mil; somos aniquiladores de ídolos. Si siempre me alucinó que José Luis Uribarri supiera qué puntuación iba a dar cada territorio desde antes de que lo hiciera, ahora existe algo más sorprendente: "la votación del público", algo que huele a tongo que jode. Supongo que se trata de tener claro que Eurovisión, como todos los "realities", no premia ni la mejor voz, ni la genialidad artística. Ahora bien, hubo un instante que me sobrecogió, que me hizo saborear lo más amargo, la catarsis, la extinción de España como nación de cantarines: fue oír despedir la retransmisión a José María Iñigo a punto del gimoteo. Nada fue tan bochornoso desde Remedios Amaya.

JC_Alberto