El Puerto es lo Primero era la sección estrella de EL DÍA cuando yo era un adolescente y lo leía en mi barrio, lejos del mar y cerca de los turistas. El mar no se oía nunca en La Vera, se vislumbraba acaso su silueta azul, a lo lejos; entonces no podías bajar a su orilla, por distintas razones. Todo quedaba lejos. Los periódicos te lo traían a casa; la radio también hacia su trabajo de acercamiento al universo. El mundo, incluso el mundo que tenías al lado, era un país extranjero.

EL DÍA ofrecía esa página con delectación, casi como una muestra de la cara de la ciudad y de la Isla; por ahí pasaba el mundo, a bordo de trasatlánticos o petroleros, barcos grandes o chicos, ferries interinsulares, barcazas, lanchas de pescadores. Era un mundo del que hacía crónica muy puntual Francisco Ayala, tan entrañado con el periódico que dejó Duggi, donde vivía su familia, y se fue con los suyos a las cercanías del periódico. Conocí a otro periodista tan obsesionado por vivir cerca del diario que se alquiló un cuartucho de cucarachas a tres pasos de la Redacción. Todavía vive. Soy yo.

A mi me encantaba leer ese intercambio de idas y venidas que llevaba ese título, El Puerto es lo Primero. Por ahí vino Humboldt, por ahí descendieron Bertrand Russell y los surrealistas, por ahí bajó a tierra Pablo Neruda (que fue recibido, entre otros, por el hermano de Francisco, Julián Ayala, mi entrañable compañero, tan inteligente y agudo como generosa persona)..., y a esas cercanías íbamos a comer caballas, bocadillos, cuando la maresía se emparentaba con el alba y nosotros empezábamos a notar la resaca.

El muelle y sus aledaños eran un universo aparte, lleno de chulos, de putas y de golfos, con los que a veces teníamos reyertas o risas. Ahí se rompió mi adolescencia y me hice un periodista con adultos, atento a lo que venía de fuera y también persuadido de que la Isla no estaba tan aislada: estaba el Puerto.

EL DÍA era un periódico muy marino, olía a mar. Francisco Ayala hacía el Puerto y Juan Antonio Padrón Albornoz hacía los barcos. Los hacía casi en sentido literal. Padrón era como un almirante de secano. Tenía fichas de todos los barcos, grandes, pequeños, medianos, y hacía de esas fichas reportajes minuciosos (minuciosos como él mismo) que cubrían páginas y páginas de letra muy menuda, siempre ilustradas con fotografías que Padrón traía de sus muy indispensables enciclopedias.

Era curioso que estos dos personajes tan marinos eran, a la vez, muy sedentarios, y muy tímidos; Ayala combinaba esa timidez con los gestos de todo el cuerpo, como si se estuviera escondiendo de sí mismo para pasar inadvertido; en mis últimos tiempos en la Redacción él tenía importantes tareas ejecutivas, y quiero creer que le daba apuro mandar, de modo que te pedía las cosas como si no debiera incomodarte. Padrón era igualmente tímido, pero no tenía tareas (que yo recuerde) tan ejecutivas, de modo que podía guardarse la timidez sin ningún aspaviento. Lo único que recuerdo como rasgo físico de su carácter es que tenía la tendencia a acalorarse (y a que el calor le enrojeciera los mofletes) cuando recibía a alguien de fuera o cuando alguien le interrumpía inesperadamente la rutina.

Los dos eran muy buenas personas; en realidad, salvo algún incidente del que no quiero hacer memoria, siempre tuve suerte en aquellas redacciones, lo pasé bien en La Tarde, en EL DÍA y tuve un inmejorable recuerdo de todas las personas que fueron, tácitamente, mis maestros. Y entre ellos, naturalmente, estos dos marinos del periódico, Ayala y Padrón.

Ahora he recordado esa página El Puerto es lo Primero y por tanto me han venido a la mente estas dos figuras porque he dado un paseo ¿marino? por la avenida de Anaga hasta llegar a San Andrés, uno de los lugares de mi predilección. Al pasar por el antiguo Balneario (decíamos basneario) empecé a notar el exceso que la industria del mar ha hecho con esta bellísima imagen que le daba el mar a orilla de la ciudad en su camino hacia Santa Andrés y las otras estribaciones de Anaga.

Aquel paisaje que tanta pasión me hizo disfrutar en los años jóvenes se me trocó ahora como la expresión de la indigestión comercial que domina esa parte de la Isla y, por tanto, de Santa Cruz. La sobreabundancia de contenedores y otros obstáculos de la visión no sólo abruman al paseante sino que, literalmente, impiden el paseo.

Es probable que toda esta ejecución sumaria del mar tenga responsables sesudos e inteligentes que consideraron estimable la idea de acabar con el mar como paisaje. Lo malo en una isla es que, cuando destruyes el mar, estás destruyendo simultáneamente la presencia de su olor; la pura metáfora del mar ha sido derivada a la nada. Y ya Santa Cruz no es lo que era, fatalmente: le falta el mar; ya no se puede hablar ni de muelle ni de puerto ni de otra cosa que de un continente de mamotretos antiestéticos que hacen que uno quisiera mirar para otro lado. Para el pasado, quizá, pero el pasado no existe: cuando matas del todo el pasado las ciudades empiezan a tiritar melancolía. Y fealdad.

Así que ya no está el Puerto aquel del que hacían crónica Ayala y Padrón Albornoz; ya no está al menos como era. De modo que ya el Puerto no es lo primero. Ahora el Puerto es lo único, y así no me gusta el Puerto, digan lo que digan los negocios que entran por esa antigua y bellísima compuerta de la Isla.