Desde mi etapa estudiantil, soy un fiel visitante del Museo Arqueológico Nacional. Entonces descubrí una institución única, limitada espacialmente por su vecindad con la Biblioteca Nacional y eclipsada por la potencia del Prado. La fascinación por el mundo clásico, las culturas de Oriente Medio y los exotismos de América, Asia y Oceanía me ganaron para siempre. Incluso escribí reportajes para diarios isleños y fugaces revistas universitarias. Entonces -y creo que también hoy- sus responsables defendían la necesidad de "una sede más amplia" para mostrar, con dignidad y garantías, sus tesoros ocultos porque, todavía, solo pueden enseñar el uno por ciento de sus fondos, cifrados en un millón trescientas mil piezas.

Iniciado por el arquitecto Jareño y Alarcón, y concluido por Ruiz de Salces, el Palacio de Biblioteca y Museos Nacionales, abierto el siglo XIX, no respondió a las exigencias de la sección de arqueología que, formada con colecciones reales y privadas, fue encajonada en dos plantas de la fachada de la calle Serrano y la mitad del sótano. Entre 2008 y 2014, se renovó el inmueble, con una inversión de sesenta y cinco millones de euros que aumentaron el espacio útil en cuatro mil metros cuadrados -de diecinueve a veinticuatro mil- y el expositivo que subió a los diez mil repartidos en cuarenta salas. La calidad de esta actuación, que le convirtió en referencia europea, no tapó las carencias con las que nació el MAN y que, más o menos pronto, atenderán administraciones sensibles persuadidas del valor de mostrar en el corazón de Madrid el apasionante itinerario de los pueblos que dejaron en la Península y en los archipiélagos muestras representativas de su vida cotidiana y sus creaciones artísticas.

En otoño, y como prueba del celo de sus rectores y por convenio con Samsung, abrirá unas instalaciones digitales que permitirán a los espectadores paseos virtuales por las edades de España, con paradas en las cuevas prehistóricas, los foros romanos, los palacios árabes y los templos y mercados del Siglo de Oro. Será un incentivo más para acudir al fastuoso e insuficiente inmueble, para reclamar, como contribuyentes y curiosos, nuestro derecho a contemplar en las mejores condiciones las huellas de la memoria de todos nosotros y para recordar la rentabilidad social de las inversiones en cultura.