Hace algunos años, por un accidente casual, compartía rehabilitación en La Candelaria de forma cotidiana con el siempre recordado doctor D. Rafael Folch Jou -ya que el azar me permitió ser testigo de su última etapa de vida-, y tuve un encuentro casual con un campesino de los que hoy podríamos considerar más a tono con la actual moda informal. Era de mediana estatura, metido en carnes y curtido por los soles a la intemperie del agro tinerfeño. Contra todo pronóstico, vestía un pantalón vaquero bastante ceñido al cuerpo y calzaba unas botas de cuero de vaca revirado que le daban un cierto aspecto juvenil, que él coronaba con una sonrisa abierta. Por su talante campechano hicimos buenas migas, hasta que un día surgió de forma casual su antiguo oficio de estibador portuario. Un trabajo que no me era ajeno, ya que mi padre era el practicante más veterano del ambulatorio del Servicio Portuario, sito en la avenida de Anaga, secundado por el poeta Rafael Arozarena Doblado y por Edmundo Pérez Friend. De esta manera, al citar yo su nombre, levantó su mano ancha como un remo y me respondió: "Gracias a su padre recuperé la movilidad de esta mano, que se me había roto". Al preguntarle la causa de la lesión, hizo una pausa para respirar y me contó: "Me había levantado como siempre de madrugada, y acompañado del burro cogimos el camino para subir a la huerta, donde estuve cavando hasta el sol del mediodía. A mi regreso, tirando del animal, que iba cargado con las herramientas y algunas verduras que había arrancado, llegamos hasta la puerta de mi casa, pero la pestillera de la cerradura estaba atrancada y no podía girarla con la llave; este impedimento me calentó y empecé a intentar moverla, cuando de improviso el burro, que se estaba impacientando, me metió el jocico en la espalda y yo me viré y lo jucié con la mano para que no me molestara. Cuando por fin logre desatrancar la cerradura y abrir la puerta, me volví para descargar las herramientas y las verduras, y me encontré al burro en el suelo con un patatús, desmayado por el manotazo que le había dado. Al intentar despabilarlo, me agaché para ayudarlo a levantarse y noté un dolor fuerte en mi mano derecha, como si me hubiera roto un hueso. Me la vendé con un trapo y, como pude, bajé a Santa Cruz al ambulatorio de Portuarios en la avenida de Anaga. Allí me encontré a su padre, que estaba de guardia y me recompuso los huesos en su sitio y luego me la enyesó. Pasado el tiempo, la pude ir moviendo y cogiendo fuerza gracias a sus cuidados y hoy la tengo bien curada". Y diciéndome esto, mirando yo con complicidad al doctor Folch, testigo del relato, contemplé con cierto temor aquella mano ancha que él me mostraba satisfecho, y no puede evitar pensar en el caso de que se le ocurriera ofrecerme una demostración tan amistosa como la que había dado al pobre burro. Si sería golpe el que recibió el animalito, que lo dejó K.O. con un patatús, y él se fracturó la mano.

Han pasado ya algunos años del sucedido, que lo recuerdo con certera claridad; y es probable que el protagonista, por razón de edad, esté ya "guataqueando" en los huertos celestiales junto con su inseparable burro, "juciado" de repente por su dueño. Una muestra más de la fuerza y la rudeza de muchos hombres de esta tierra. Me pregunto quién o quiénes de nuestros representantes públicos -de ambos sexos-, ajenos a los problemas del pueblo y enzarzados de continuo con la matraca de sus rivalidades partidistas, merecerían ser "juciados" siquiera como advertencia para que desempeñen mejor su oficio de atención a los administrados; justo ahora que el próximo martes celebraremos el Día de Canarias. Me barrunto que al margen de la "comparancia", no ando descaminado. Feliz día.

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