Los que dicen que el tamaño no importa es que la tienen pequeña. No estoy hablando del viejo y pésimo chiste, sino de las naciones. Porque al final, todos los políticos son nacionalistas, aunque piensen lo contrario. Unos y otros defienden apasionadamente la existencia de naciones, solo que de distinta entidad, siempre con la coartada de una historia común. Y todos se emocionan con los atributos nacionales de ese pueblo al que consideran una unidad de destino. Entre un furibundo españolista y un radical catalán, lo que cambia sólo es la geografía.

Desde hace muchos años pienso que el único país en el que una persona puede reconocerse es el que se resume en la geografía de uno mismo. Cada ser humano es un planeta. Un estado independiente. De ahí para fuera, todo es un artificio. Pero ya naces en un lugar en el que te ponen un número y un nombre y te ponen a cotizar en cuanto tienes capacidad para ser útil a la colmena. El mundo es un lugar muy pequeño que hemos llenado de fronteras para que nadie robe la riqueza del hormiguero vecino.

Todos esos sentimientos nacionalistas son una mercancía de consumo político. Una manera en que se ha construido la historia, escrita con la sangre de la gente, cuyo relato es, como diría Zitarrosa, una novela canallesca escrita por un loco. Si algo tienen los hombres y mujeres que no sean ellos mismos es la patria. Una patria que son los recuerdos, la infancia y la memoria de sus raíces.

Esa patria puede ser un patio de Sevilla o la dulce, fresca e inolvidable sombra de un almendro. No tiene nada que ver con una lengua propia, con las banderas o la historia pomposa, sino con los olores de una cocina y con los colores de un paisaje. Es ese país que tiene sus fronteras intangibles en la memoria; una tierra emocional y poderosa que forma parte de lo que somos.

Uno debería celebrar de vez en cuando el día de esa patria. Pero sería un día de difuntos. Porque nuestra infancia son recuerdos de un mundo enterrado. El país de mi juventud fue un lugar de paradójica libertad en medio de una dictadura. La patria que recuerdo no estaba hecha de "software" ni pantallas táctiles; las redes sociales eran los bares y las esquinas de las plazas del pueblo. Los teléfonos de baquelita estaban pegados a la pared y todo caminaba a un ritmo menos acelerado.

Desde aquel mundo a este se ha transformado casi todo. Todo menos lo fundamental. Los nacionalistas españoles se horrorizan de que se celebre el día de Canarias, porque temen que la levadura de la independencia haga crecer este pastel. Hay que ser extremadamente tonto y mal cocinero político para pensar que ponerse un traje típico va a convertir a este pueblo complaciente y subvencionado en otra cosa que la que ya es: el país de nunca jamás. No hay peligro alguno. Mi patria ya no existe y mi país nunca existirá.