Resulta inevitable, y es digno de agradecer, ver caer las hojas del calendario vital. Tanto, que hemos cambiado de hábitos en función del tono plateado de nuestro cabello, si la alopecia no ha hecho estragos determinantes. En estos días en que reivindicamos lo nuestro, me pregunto: ¿qué es lo nuestro? ¿Desertar de nuestro agro de forma acusada y convivir con el inevitable aluvión de modernidad que nos inunda por los cuatro puntos cardinales, o aceptarlo con tolerancia pero sin olvidar nuestras raíces?

Décadas atrás, los que, repito, peinamos canas vimos desaparecer rumbo a Sudamérica a gran parte de nuestra familia más cercana, porque eran tiempos de precariedad extrema y el caciquismo imperante marcaba las directrices de lo cotidiano. La educación entonces sólo estaba relegada a la clase pudiente y a la clase media con cierto desahogo económico, mientras que para el resto sólo quedaban las migajas de un jornal escaso, cuando lo había, y la familia se apiñaba para compartirlo. Con poco más de diez años contemplaba desde mi ventana, a pocos metros de la plaza de la Paz, a toda una familia quitándose los piojos aprovechando el rayo de sol que penetraba por la ventana del cuarto de la ciudadela en que se hacinaban, y que daba a la calle. Viendo estas imágenes y otros ejemplos que no cito, me podía considerar un privilegiado por recibir educación en un colegio "de pago" y no tener problemas a la hora de vestir o comer todos los días y tomar leche, "bautizada" por las sagaces lecheras que bajaban en tranvía a los barrios de la ciudad para vender sus productos. Las había, incluso, que, además de los cacharros sobre el cesto, cargaban sacos de tierra de monte para vendérselos a sus clientas, o algún que otro huevo de gallina rebuscado de su huerta; a lo que habría que añadir algunas frutas de temporada cosechadas por ellas mismas. Y todo ello por unas cantidades que eran de risa, habida cuenta de los salarios tan escasos de entonces.

Hoy todo ha cambiado. El fenómeno de la emigración ha revertido -aunque se está repitiendo para una generación mejor preparada- y la gente en su mayoría se atrinchera en su fuero con uñas y dientes, disfrutando cuando pueden de las conquistas sociales que genera el consumismo feroz, donde, al contrario de entonces, todo se desecha como basura y la mayoría prefiere comprar a tener que agudizar la creatividad como hicieron sus mayores, hoy en muchos casos apartados en un rincón familiar o ingresados en algún oneroso centro, reservado teóricamente para un trato diferencial, no siempre tan bueno ni tan digno. Dicho sea con objetividad ante ejemplos cercanos y palpables.

Ante estas diferencias, quiero abordar un fenómeno que estoy percibiendo en algunos centros de enseñanza, donde los niños en muchos casos están perdiendo nuestro acento y sustituyéndolo por el plural mayestático y el relamido "vosotros", tan ajeno a nuestro modo de expresión. Y cuando lo digo es porque mis propios nietos están adquiriendo esa praxis, que copian de la que escuchan de algunos docentes en las aulas, entre juegos teóricamente inocentes y formativos. La educación, como pilar formativo de la sociedad, tiene que ir asociada a la musicalidad de nuestro acento, que no es sino el resultado del aislamiento geográfico de antaño y de la influencia de otros idiomas foráneos que aquí se establecieron. Bueno sería ahora, con ese acuerdo tan sonado de Nueva Canarias, del 75% de descuento para viajar, volver a practicar el intercambio cultural entre las Islas, que por la crisis se han alejado tanto entre ellas que hasta diría que se han perdido sus relaciones y sus costumbres. No más perfeccionismos, por favor, e inculquemos con orgullo nuestro acento a nuestros descendientes.

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