Leer es una costumbre, como lavarse los dientes. O como andar. ¿Necesita pensar, como sugería Julio Cortázar en su memorable Instrucciones para subir una escalera, para poner un pie y después otro? No, no necesita prepararse para eso. Pones un pie y luego otro pie y así sucesivamente. Mario Vargas Llosa dice en El pez en el agua, el libro que más recomiendo entre los suyos, que el momento decisivo de su vida fue cuando aprendió a leer, a los cinco años. Mi nieto tiene seis años; las nuevas costumbres de la enseñanza parece que detienen el inicio de la lectura completa, para que los niños luego lean de corrido. ¿Y qué tal si leen de corrido a los cinco años, como el premio Nobel peruano?

Lo cierto es que hay niños que empiezan a leer a los cinco, e incluso antes, y niños que llegan más tarde a la lectura. ¿Y a la lectura adulta cuándo se llega? Cuando ya sabes que leer te puede salvar la vida, cuando leer un libro te cambia la vida y te la salva, cuando en definitiva leer es tan bueno para la salud como respirar o comer. José Saramago dijo, ante una de las ferias del Libro como las que ahora proliferan, que "leer es bueno para la salud". Y es cierto: te ordena la cabeza, te la dota de imágenes nuevas, de hace más independiente, de criterio por lo menos. Leer es un chute de imaginación y de energía. Leer, leer en cualquier momento.

En un debate que hubo esta semana en la Feria del Libro de Madrid (la capital de las ferias, en España: por el mundo hay otras, como la mexicana de Guadalajara, que le da tres vueltas y media) se dijo que no había que decirles a los niños qué leer: tienen que leer de todo. Yo creo que eso estaría bien si todo lo que hay alrededor fuera bueno. Pero no todo es bueno, y es aconsejable que de un modo u otro educadores, padres, escritores, gente instruida, vaya seleccionando de manera inteligente lo que es bueno que se lea. Y una vez dado el consejo, que los chicos empiecen a leer por donde les plazca. Pero leer basura acostumbra a la basura; y leer cualquier cosa hace a los chicos de cualquier manera, violentos o dulces, pues la lectura construye mentes, pero también las destruye si esas lecturas no dicen otra cosa que sandeces.

Yo me hice lector de un modo raro, pues empecé a leer a los ocho años (aquí he contado que fue porque mi madre me leyó una página de EL DÍA sobre un suceso en La Palma) y luego seguí con El Capitán Trueno. Hace algunos años mi hermano Paco, que me traía El Capitán Trueno a casa cuando él era mecánico y yo eterno convaleciente, me regaló una colección completa de las aventuras del héroe que me hizo lector; y por entonces también mi inolvidable hermana Carmela me regaló un sifón. ¿Y eso? Porque de niño, cuando ya había acabado de leer El Capitán Trueno, yo reclamaba atención desde la cama, cuando los saludables de la casa estaban hablando en la cocina:

-¡Estoy solo!

Y era Carmela la que desde la cocina gritaba para que me callara, con esta broma:

-¡Te voy a comprar un sifón!

Pues un día vino a mi casa, tantos años más tarde, con un sifón de aquellos que había en las tabernas, de agua carbonada que hacían en La Orotava.

Lo cierto es que me hice lector con El Capitán Trueno. Pero, luego, en la plaza del Charco de mi pueblo, descubrí a un hombre, Genaro, que leía a Miguel de Unamuno y a María Zambrano. Y por esa vía, muy chiquillo todavía, empecé a leer lo que no entendía, fascinado. Un día mi madre me vio con libros y se puso muy contenta. Me dijo que leer me serviría para defenderme en la vida. Y tuvo mucha razón. Cuando me siento indefenso, leo, y gracias a eso soy medianamente feliz y estoy solo, acompañado, en mi memoria, por aquel sifón que me regaló mi hermana.