Si como suele decir el viejo proverbio chino, "el significado de una imagen puede expresar diez mil palabras", en el caso de la foto donde se muestra a casi dos mil personas sentadas dentro de la catedral de Notre Dame, con las manos arriba y con cara de miedo, zozobra y espanto ante el desarrollo de un atentado terrorista, se cumple el precepto de no tener que superponer necesariamente lo gráfico a lo textual, sino que ese momento descriptivo convive, de forma terrible e impactante, en pura armonía con lo que realmente pretenden transmitir los fanáticos asesinos, y que no es otra cosa que mostrar al mundo lo que actualmente representa Occidente: miedo y cobardía.

Desde el mismo momento en que en la constitución europea se ignoró deliberadamente, tal vez con cierta resignación, pero sin duda alguna con mucho temor cainita, hacer constar nuestras raíces judeocristianas -Bélgica y Francia tuvieron mucha culpa de ello-, comenzó nuestro declive como civilización al confundir nuestra razón de ser, nuestra identidad, nuestro pasado histórico, político, moral y religioso, con un simple mercado económico. Olvidando de camino que desde la revolución francesa aprendimos que todos los hombres y mujeres son iguales ante la ley y que son poseedores de determinados derechos inalienables entre los que destacan: la vida, la libertad y el derecho a la propiedad privada y a la búsqueda de la felicidad.

Somos tan estúpidos que sentimos complejo por mostrar orgullo y defender nuestra cultura, nuestras raíces y nuestra identidad; y sentimos cobardía ante la necesidad de confrontarlas y salvaguardarlas frente a otras culturas que pretenden no sólo imponernos las suyas, sino conquistar nuestras tierras y matarnos a nosotros y a nuestras familias, si no accedemos y no nos sometemos a sus demandas. Y lo peor es que, amedrentados, llevados por la política equivocada y traicionera del buenismo, nos hemos acostumbrado a ceder nuestros derechos y a renegar de nuestros principios y valores; hemos dejado de sentir orgullo por nuestra tierra y por la cultura occidental.

Los que vienen de fuera, los que acogemos en nuestra casa, al menos por cortesía y educación, son los que tienen que adaptarse a nuestras costumbres y a nuestras normas y a nuestras leyes, y no al revés. Pero, aunque no sea ninguna excusa, la realidad es que estamos gobernados por políticos mediocres, acomplejados, que les da igual que "nuestros invitados" y sus hijos, reconvertidos en hijos nuestros por pura hospitalidad solidaria, se conviertan en nuestros verdugos. Nos odian y nos desprecian porque para ellos somos infieles. No nos respetan porque saben de nuestra debilidad moral, de nuestros complejos democráticos, de nuestra incapacidad social y política de unión, de fortaleza y defensa de lo que somos, hemos sido y representamos; y saben que esta debilidad nace de un concepto ya olvidado por la mayoría de los europeos y menoscabado y tergiversado por la izquierda arrogante y claudicante actual, y que no es otro que el del patriotismo.

Europa como pueblo, pero también como comunidad reconvertida en Estado, tiene la obligación moral y política de defender el derecho a la vida y a la libertad de sus conciudadanos contra todo enemigo interno y externo que pretenda socavar nuestros principios, valores e identidad, aunque para ello tengamos la necesidad de utilizar el derecho legítimo a la fuerza. Dejando claro que una cosa es la defensa de la multiculturalidad y el respeto por el interculturalismo, y otra cosa muy distinta es el sometimiento de una cultura a otra; sobre todo cuando no existe una contrapartida, un intercambio de respeto, tolerancia y mutua autonomía cultural, política o religiosa.

Está bien que existan ciudadanos íntegros que resulten ser héroes, como Ignacio Echevarría; la pena es que no tengamos también dirigentes políticos que le imiten.

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