Para una persona de baja estatura, como yo mismo, Julio Cortázar debía medir tres metros. Para una persona de su estatura, más o menos, como el arquitecto y fotógrafo Carlos A. Schwartz, debía ser un hombre altísimo pero no tanto. Así que una tarde de julio de 1972 Carlos fue capaz de vislumbrarlo a lo lejos en una plaza de Ámsterdam, en medio de una multitud.

Carlos me gritó, al verlo:

-¡Juan! ¡Julio!

La familiaridad con la que nombró a Cortázar no identifica a Carlos como un confianzudo, sino como un lector de Cortázar. En aquel tiempo sólo hacía cuatro o cinco años que se había publicado Rayuela, la novela más importante del larguirucho argentino. Y todos, o casi todos, sabíamos quién era Cortázar. Lo leíamos en todas partes, nos sabíamos de memoria capítulos de ese libro, buscábamos por todas partes referencias a su autor y a otros que había publicado ya el extraordinario autor de los Cronopios.

Carlos y otros amigos de aquel tiempo (que siguieron, como en el caso de Carlos, siguiendo buenos amigos hasta hoy mismo) nos habíamos aficionado a la lectura de autores hispanoamericanos gracias a Tres tristes tigres, la novela impar de Guillermo Cabrera Infante; alguno de nosotros se sabía de memoria capítulos enteros de esa extraordinaria fábula de la noche habanera, que supuso, como suele decir Mario Vargas Llosa, la irrupción del sentido del humor, y del ritmo, en la literatura llamada del boom.

Cuando apareció Rayuela no cambiamos de bando, pero casi. Esta novela de Cortázar parecía escrita para vivir de noche, como Tres tristes tigres; pero mientras que TTT suponía la noche en vilo, llena de música tropical y de diálogos sin fin, llenos del misterio de la locura, la novela de Julio Cortázar parecía un larguísimo, y bellísimo, solo de jazz, melancólico y abierto, casi una película en blanco y negro cuyos protagonistas parecían vivir dentro de un país que era una casa maloliente junto a un niño enfermo o quejoso.

Me impactó tanto ese libro que durante las noches y los días en que lo leí pedí a doña Antonia, la mujer que limpiaba mi cuarto en el Colegio Mayor San Fernando, que no tocara nada, ni hiciera la cama, para que no entorpeciera la atmósfera creada por la lectura del enorme tesoro que constituía Rayuela.

Cortázar se convirtió en un ídolo que parecía, además, inmortal o inexistente, un escritor de leyenda, como el Capitán Trueno. Los ídolos en esos años se parecían a este argentino enorme, que llegó a tener, para algunos de los nuestros, la estatura moral o literaria de Jorge Luis Borges o del Che Guevara.

Por eso gritó Carlos aquello:

-¡Juan! ¡Julio!

Era, en efecto, Cortázar. Vestido con una cazadora, sus pantorrillas al aire, al final de un pantalón que le quedaba demasiado corto, con su barba poblada de entonces; era serio, casi circunspecto, pero extremadamente educado. Atendió en esas condiciones a estos dos admiradores que se lo encontraban entre una multitud de turistas. La conversación no duró diez minutos. Pero le saqué un jugo inmenso, francamente exagerado.

En aquel entonces yo viajaba solo, con Carlos, a través de algunas ciudades: París, Ámsterdam, Florencia, Venecia... Eran mis vacaciones, pero el director del periódico me había afeado que me fuera de permiso; era entonces habitual: yo siempre estaba disponible, manía que me ha durado hasta este momento ya avejentado de mi vida. Y como me produjo sentimiento de culpa la recriminación de Salcedo ("Juanito, tal como están las cosas, ¿cómo se le ocurre a usted tomar vacaciones?") decidí que de todas partes enviaría crónicas que pudieran publicarse en EL DÍA.

Y se publicaron. De Londres, donde no coincidí con Carlos, de las ciudades que he citado. No una de cada sitio: muchas. Las publicaba el periódico con un sello de enviado especial, lo cual producía la sensación de que el diario tenía a un enviado especial en Europa. A mí me divertía mucho, y me sentí muy orgulloso de hacerlas y de firmarlas.

Por supuesto, este encuentro con Cortázar tuvo su correspondiente crónica. Fue más de una página; conté el encuentro, lo que dijo Cortázar, cómo era Cortázar en persona, etcétera. Le envié el recorte y él me dijo, al teléfono, en una llamada que en seguida contaré, algo que no olvido:

-Le sacó usted mucho partido a nuestro breve encuentro.

En aquel breve encuentro no le quise pedir su teléfono en París. Pero sí me sabía su dirección, que me había dado en Madrid, antes de partir, Marcos Ricardo Barnatán, generoso anfitrión y amigo desde entonces. Así que allí le envié a Julio Cortázar el recorte con mi crónica y luego quise encontrarle por teléfono.

Sabía en qué calle vivía (la rue L''Eperon, en el barrio latino), en el número tres; pero en ese número, observé en el listín telefónico, vivía un buen número de personas, ninguna de las cuales se llamaba Cortázar. Así que decidí llamar al número hasta dar con el correspondiente al escritor.

Empecé por la mitad de la lista, un tal doctor Dupont, "médico interno de hospital". Pregunté en francés si allí se hallaba Julio Cortázar y una voz, que era la de Julio, me respondió, también en francés, que en efecto ese era su domicilio, que era él quien estaba al aparato.

Fue una coincidencia total, que para siempre forma parte de las anécdotas de los encuentros azarosos de mi vida. En aquel momento él emprendía un viaje a Italia, no nos podíamos ver. Hablamos un rato, ante la mirada atónita (ante la casualidad de este encuentro telefónico) del propio Carlos, que había vuelto de Ámsterdam conmigo, y de Emilio Sánchez-Ortiz, en cuya casa me estaba quedando.

Luego Cortázar colaboró en Tagoror, atraído por José-Miguel Ullán. Y más tarde lo encontré en Madrid, de vuelta de uno de sus viajes a Nicaragua. Ya estaba triste y final, tras la muerte de Carol Dunlop, su último amor. Ahora que lo recuerdo viene a mi memoria la felicidad de leer Rayuela y la tristeza de observar su dolor en el momento más cercano a la última parte de su vida.

Para una persona de baja estatura, como yo mismo, Julio Cortázar debía medir tres metros. Para una persona de su estatura, más o menos, como el arquitecto y fotógrafo Carlos A. Schwartz, debía ser un hombre altísimo pero no tanto. Así que una tarde de julio de 1972 Carlos fue capaz de vislumbrarlo a lo lejos en una plaza de Ámsterdam, en medio de una multitud.

Carlos me gritó, al verlo:

-¡Juan! ¡Julio!

La familiaridad con la que nombró a Cortázar no identifica a Carlos como un confianzudo, sino como un lector de Cortázar. En aquel tiempo sólo hacía cuatro o cinco años que se había publicado Rayuela, la novela más importante del larguirucho argentino. Y todos, o casi todos, sabíamos quién era Cortázar. Lo leíamos en todas partes, nos sabíamos de memoria capítulos de ese libro, buscábamos por todas partes referencias a su autor y a otros que había publicado ya el extraordinario autor de los Cronopios.

Carlos y otros amigos de aquel tiempo (que siguieron, como en el caso de Carlos, siguiendo buenos amigos hasta hoy mismo) nos habíamos aficionado a la lectura de autores hispanoamericanos gracias a Tres tristes tigres, la novela impar de Guillermo Cabrera Infante; alguno de nosotros se sabía de memoria capítulos enteros de esa extraordinaria fábula de la noche habanera, que supuso, como suele decir Mario Vargas Llosa, la irrupción del sentido del humor, y del ritmo, en la literatura llamada del boom.

Cuando apareció Rayuela no cambiamos de bando, pero casi. Esta novela de Cortázar parecía escrita para vivir de noche, como Tres tristes tigres; pero mientras que TTT suponía la noche en vilo, llena de música tropical y de diálogos sin fin, llenos del misterio de la locura, la novela de Julio Cortázar parecía un larguísimo, y bellísimo, solo de jazz, melancólico y abierto, casi una película en blanco y negro cuyos protagonistas parecían vivir dentro de un país que era una casa maloliente junto a un niño enfermo o quejoso.

Me impactó tanto ese libro que durante las noches y los días en que lo leí pedí a doña Antonia, la mujer que limpiaba mi cuarto en el Colegio Mayor San Fernando, que no tocara nada, ni hiciera la cama, para que no entorpeciera la atmósfera creada por la lectura del enorme tesoro que constituía Rayuela.

Cortázar se convirtió en un ídolo que parecía, además, inmortal o inexistente, un escritor de leyenda, como el Capitán Trueno. Los ídolos en esos años se parecían a este argentino enorme, que llegó a tener, para algunos de los nuestros, la estatura moral o literaria de Jorge Luis Borges o del Che Guevara.

Por eso gritó Carlos aquello:

-¡Juan! ¡Julio!

Era, en efecto, Cortázar. Vestido con una cazadora, sus pantorrillas al aire, al final de un pantalón que le quedaba demasiado corto, con su barba poblada de entonces; era serio, casi circunspecto, pero extremadamente educado. Atendió en esas condiciones a estos dos admiradores que se lo encontraban entre una multitud de turistas. La conversación no duró diez minutos. Pero le saqué un jugo inmenso, francamente exagerado.

En aquel entonces yo viajaba solo, con Carlos, a través de algunas ciudades: París, Ámsterdam, Florencia, Venecia... Eran mis vacaciones, pero el director del periódico me había afeado que me fuera de permiso; era entonces habitual: yo siempre estaba disponible, manía que me ha durado hasta este momento ya avejentado de mi vida. Y como me produjo sentimiento de culpa la recriminación de Salcedo ("Juanito, tal como están las cosas, ¿cómo se le ocurre a usted tomar vacaciones?") decidí que de todas partes enviaría crónicas que pudieran publicarse en EL DÍA.

Y se publicaron. De Londres, donde no coincidí con Carlos, de las ciudades que he citado. No una de cada sitio: muchas. Las publicaba el periódico con un sello de enviado especial, lo cual producía la sensación de que el diario tenía a un enviado especial en Europa. A mí me divertía mucho, y me sentí muy orgulloso de hacerlas y de firmarlas.

Por supuesto, este encuentro con Cortázar tuvo su correspondiente crónica. Fue más de una página; conté el encuentro, lo que dijo Cortázar, cómo era Cortázar en persona, etcétera. Le envié el recorte y él me dijo, al teléfono, en una llamada que en seguida contaré, algo que no olvido:

-Le sacó usted mucho partido a nuestro breve encuentro.

En aquel breve encuentro no le quise pedir su teléfono en París. Pero sí me sabía su dirección, que me había dado en Madrid, antes de partir, Marcos Ricardo Barnatán, generoso anfitrión y amigo desde entonces. Así que allí le envié a Julio Cortázar el recorte con mi crónica y luego quise encontrarle por teléfono.

Sabía en qué calle vivía (la rue L''Eperon, en el barrio latino), en el número tres; pero en ese número, observé en el listín telefónico, vivía un buen número de personas, ninguna de las cuales se llamaba Cortázar. Así que decidí llamar al número hasta dar con el correspondiente al escritor.

Empecé por la mitad de la lista, un tal doctor Dupont, "médico interno de hospital". Pregunté en francés si allí se hallaba Julio Cortázar y una voz, que era la de Julio, me respondió, también en francés, que en efecto ese era su domicilio, que era él quien estaba al aparato.

Fue una coincidencia total, que para siempre forma parte de las anécdotas de los encuentros azarosos de mi vida. En aquel momento él emprendía un viaje a Italia, no nos podíamos ver. Hablamos un rato, ante la mirada atónita (ante la casualidad de este encuentro telefónico) del propio Carlos, que había vuelto de Ámsterdam conmigo, y de Emilio Sánchez-Ortiz, en cuya casa me estaba quedando.

Luego Cortázar colaboró en Tagoror, atraído por José-Miguel Ullán. Y más tarde lo encontré en Madrid, de vuelta de uno de sus viajes a Nicaragua. Ya estaba triste y final, tras la muerte de Carol Dunlop, su último amor. Ahora que lo recuerdo viene a mi memoria la felicidad de leer Rayuela y la tristeza de observar su dolor en el momento más cercano a la última parte de su vida.