Con el paisanaje existen analogías en los nombres de una muestra sabiamente comisariada por Vicente Blanco en La Palma. Hablamos de Manuel González Méndez (1843-1906), el mejor plástico del s. XIX insular; Gregorio Toledo (1906-1980), titular de la Academia de San Fernando, que alargó los logros realistas con su aura mágica, y Antonio González Suárez (1915- 1975), que, ante el conformismo, abrió otros rumbos a la aguada.

De 1880 a 1980 mostraron talento, firmes convicciones y autonomía ante escuelas y frivolidades. En París, el primero sumó la pauta neoclásica de León Gérome, la finura de Carolus Duran y el naturalismo de Meissonier, y en todas las facetas (historia, género, retrato) fue reconocible; académico sí, pero también seguidor de las nuevas propuestas atacadas por maestros y colegas y, en puridad, el introductor del impresionismo en Canarias.

Becario en Madrid, Toledo aprendió de los epígonos del glorioso realismo, devaluado por la anemia cultural del principio de siglo, pero frecuentó los círculos vanguardistas y alumbró una pintura de admirable serenidad que elevó los hechos comunes y las escenas de costumbres a una mística celebrada por la crítica exigente. A cuatro décadas de su muerte, sus asuntos atemporales -floreros y bodegones, dignos retratos varoniles y elegantes visiones femeninas- comparten el milagro de la luz y revelan valores ocultos de la realidad que sólo son accesibles a los sabios y los virtuosos.

Entre los sitios radiantes de Aridane y los velos tamizados de Aguere, González Suárez descubrió la pasión por el paisaje en una producción que nació del hallazgo y, como un tesoro, se reivindicó en la memoria. Convivió en la docencia y el trabajo libre con artistas que impusieron y/o quisieron canonizar ideas. Con constancia trazó su camino, sin topónimos ni trampas locales, y presentó vistas y atmósferas tal y como se perciben en el curso de los días. Contra liderazgos impuestos, fue, es y será siempre la cumbre de la acuarela que tiene raíces de Europa y secular ejecutoria en nuestros lares. Por encima de los variados asuntos, las principales analogías de estos tres pintores tienen que ver con el talento innato, la mano virtuosa, la creatividad en la representación y el exquisito color, tributo a la geografía natal, que los hermana.