Hace unos días me contaron que en el bar El Capricho, en la alameda del Duque Santa Elena, va a abrir un negocio un restaurador que tiene que ver con la pescadería. Y sobre su viabilidad solo puedo decir que Santa Cruz es un lugar caprichoso. Lo ha sido siempre. Recuerdo hace ya un buen puñado de años cuando poníamos de moda bares de barra de acero a pie de calle. Los abarrotábamos y nos apelotonábamos en la calzada a grito pelado, con copas y hasta las tantas. Ocurrió con el Quitapenas de la calle de la Rosa, con el Mariano de Méndez Nuñez, o con el José Manuel en la calle Salamanca. Estos lugares, entre otros, suplían al "botellón" de hoy. Allí nos pegábamos los primeros pelotazos casi a precio de saldo. Esa era la clave, y después empezaba la noche.

Antes de llegar al Ku, que hoy sería un sitio hortera con aquellas cortinas a la entrada y aquellas colas más dignas de un país del tercer mundo, teníamos otras paradas casi obligatorias. El Tormentín, la tasca Da Filippo o el Tosca eran lugares de flirteo indispensables. Eran noches de calor, noches sin preocupaciones, noches de buen rollo. Eran momentos para ver y ser visto, un tiempo para ligar y reírte con los amigos; eran años de resacas. Y eso en invierno, porque las terrazas de verano, de las que fui participé, tienen otro capítulo. La ciudad ha cambiado y no necesariamente para mal, lo que ocurre es que como en carnaval, siempre anhelaremos aquellos tiempos en los que fuimos más felices. Y ese problema es solo nuestro.