Durante el funeral de un amigo admiré, otra vez, el mejor lienzo decimonónico colgado en Canarias, que fue tema de charla en los encuentros en la iglesia donde desempeñó su coadjutoría. Hablo de "La Transfiguración en el Monte Tabor", narrada por los evangelistas Marcos, Mateo y Lucas, que muestra a Jesús bañado de luz celeste, entre Moisés y Elías y sobre sus apóstoles en el trance en el que, como en el bautismo del Jordán, el Padre Eterno lo llamó Hijo de Dios. Presentada en Madrid, la obra fue encargada por el Señor Díaz al sevillano Antonio María de Esquivel (1806-1857) y, desde 1841, presidió el tabernáculo de la parroquia del Salvador del Mundo en Santa Cruz de La Palma.
Una semana antes del fallecimiento del inolvidable José Van de Walle Hernández (1926-2017), gocé en El Prado de una exposición memorable -"El último Rafael"-, que, con piezas de altar y obras sacras de pequeño formato, exhibía un famoso lienzo con este asunto, que unió la tarea del maestro de Urbino y su taller y que llegó a España en el siglo XVII. Su influjo directo sobre Esquivel me devolvió conversaciones con el inolvidable sacerdote, cuya cultura y sensibilidad valoramos quienes le conocimos; y, en sus exequias, viví como un grato azar el pleno protagonismo de la obra restaurada recientemente.
Pepe Van de Walle está unido a los mejores momentos de infancia y juventud de unas generaciones palmeras que tuvieron en él a un catequista de la alegría, como imprescindible respiro en los rigores del nacional-catolicismo; la bondad, la cordialidad y la educación exquisita fueron las herramientas con las que ejerció su ministerio. Fue párroco de San Miguel de Tazacorte y allí dejó la huella imborrable de su energía y empatía con la gente de toda ideología y condición. "Fue tan eficaz su tarea -me dijo un bagañete en sus exequias- que tuvimos que ampliar la iglesia". Estuvo entre los actores principales del resurgimiento de un pueblo que superó, en todos los órdenes, a la capital y al conjunto insular. La Villa y Puerto fue, en las postrimerías franquistas, una excepción gozosa, y en ese logro se inscribe su nombre con mayúsculas. A esa etapa áurea siguieron, sin explicación, otras injustas con sus valores y capacidades. Ahora, entre muchas añoranzas sentidas, se cumple la regla general, inevitable y tardía, que valora sus incuestionables virtudes.