Es fantástico estar en la isla de La Palma. Fantástico en todos los sentidos: puedes sentir ahí la realidad y la fantasía, en la pervivencia de sus atrevidas tradiciones, en el descubrimiento preservado del silencio, en la magia del cielo y de la tierra, en las conversaciones. La gente está al llegar, los buenos amigos, como si los convocara un aire imperceptible: Mauro Fernández, sabio andador; Antonio Abdo, el actor y su ironía; Elsa López, la poesía y la amistad, su ternura... Y los nuevos amigos, ataviados de verano y risa en La Trasera, la ilustre librería de Miguel. Entre éstos, Anelio Rodríguez, un descubrimiento que alterna la alegría con la profundidad, una mezcla de sabores que está, por ejemplo, en La abuela de Caperucita, la novela en la que la pornografía es aquí la traducción de su genio para la ficción.

Eso es al llegar; después profundizas en la isla y te encuentras con el milagro de Puntallana, un municipio que sería estrafalario si no fuera tan racional, tan dispuesto a sorprender al visitante con el sosiego que sólo se alcanza en sitios que tocan a la vez el sol y el mar y por la mañana se despiertan como los gallos, cantándole vivas a la vida. En Puntallana pasa algo insólito, lo vi con mis ojos: ahí estuvo varias veces el Nobel Günter Grass, alemán de ojos tristes, muy fijos, que tenía en la memoria la herida de las dos grandes guerras y que toda la vida buscó sosiego en la escritura y en la pintura. Un hijo suyo se compró una casa en Puntallana, y allá se fue Günter, con Ute, con sus libros, con sus pinceles negros, con su pipa que parecía una prolongación de su cara, y se dispuso a vivir hacia adentro, detrás de las ventanas o en la calle, la magia de estar en un territorio en el que nadie le molestaba sino para saludarlo con la cabeza.

El Ayuntamiento guarda como oro en paño su firma y su dibujo -un rodaballo, símbolo de una de sus grandes obras-, pero también le guarda la gratitud que él mismo expresó por el silencio y la discreción con que lo trataron y lo tratan hasta ahora, después de muerte. El alcalde y el concejal de Cultura, Adrián y Héctor, han hecho este año un monumento a ese recuerdo. En lugar de lo que pasa en tantos pueblos, en los que las fiestas de San Juan son una intensa algarabía, aquí estos dos ediles tan atrevidos y tan sensatos organizaron una velada artística en homenaje a Günter Grass; estaba allí, en el escenario, un actor local, vestido con la casaca marrón que parecía calcada de las que usaba el novelista, un niño que iba tocando el tambor, como Óscar tocaba en El tambor de hojalata... La música y las palabras, organizadas en torno a la presentación del muy noble Zenaido Hernández, giraron en torno a este ilustre visitante, viejo y niño a la vez, amigo ya para siempre de Puntallana.

¿Dónde pasan estas cosas sino en La Palma, tierra de fantasía y sueño? En ninguna parte. Me acordé, claro, de la primera vez que fui a La Palma, tras la huella aún viva entonces de don Pedro Capote, el maestro de los puros, en El Paso. EL DÍA me mandó allí, a recabar palabras de aquel ilustre empresario ya tan viejo, y La Palma me devolvió, como premio al viaje, la paciencia de sus calles, la anomalía positiva de una rúa colgada del tiempo, la Calle Real; las conversaciones lentas (como las que ahora hay en el Café de don Manuel, quizá el mejor café del mundo); el ingenio de sus fiestas más longevas; el milagro de La Cosmológica, las leyendas de la masonería y la realidad de una cultura que se cuenta por siglos. Como si el tiempo (medio siglo, quizá) no haya pasado por esta ciudad que te trae a la memoria, a la vez, La Laguna, La Habana y Puerto Rico, Santa Cruz de la Palma me devolvió también un milagro periodístico, el que desempeñaba aquí, en EL DÍA, el muy querido Domingo Acosta Pérez. Como José Padrón Machín en El Hierro, Domingo Acosta buscaba noticias allá donde sólo había indicios o piedras, rumores de espuma. Y mandaban, José y Domingo, crónicas puntuales y deliciosas. Ellos inventaron la crónica de la nada, pero siempre encontraron sustancia en la nada. Los dos, Domingo Acosta Pérez y José Padrón Machín, convirtieron las dos islas, también en la radio y en otros medios, en una presencia cotidiana, como el grito de ese gallo que no se deja amilanar en la soledad de la distancia.

Ahora, evidentemente, los periodistas que sirven la actualidad desde La Palma tienen otras sustancias, celestiales o políticas, a las que hacer referencia, pues la isla tiene ahora, gracias a los transportes, las industrias y el emprendimiento, además del Roque de los Muchachos, una actualidad marcada por acontecimientos. Domingo Acosta no necesitaba acontecimientos: él los creaba, o los recreaba. Contaba cómo iban las cosas que ya habían sido, qué había pasado con lo que había sido inaugurado, o cómo seguían las criaturas que ya habían sido glosadas por él. Y lo mismo hacía el otro querido corresponsal herreño. Ahora La Palma tiene acontecimientos como ese de Puntallana, tan significativo de la creatividad isleña; la capital bulle de acontecimientos culturales; los políticos, muy jóvenes, están reuniéndose y decidiendo todo el día, los restaurantes están animados, y la gente parece feliz y habladora por las calles.

Me acordé de otra cosa relacionada con EL DÍA en este viaje palmero. Hace sesenta años se produjo allí un accidente natural gravísimo cuya crónica publicó EL DÍA, precisamente. Un recorte de esa crónica fue la única lectura que llegó a mi casa en muchos años. Y con ese recorte me hice lector y luego periodista. Yo tenía ocho años. La Palma, en cierto modo, hizo que fuera lo que soy. Pero esta es otra historia que aquí no cabe.