Esta Constitución que nunca llegó a aprobarse, redactada por Emilio Castelar, fue la primera propuesta constitucional de la historia política española que trataría de buscar una solución al problema territorial del Estado.

Tras la abdicación de Amadeo I , el Congreso y el Senado proclamaron la I República, que motivó que los líderes centristas liderados por Pi y Margal, que había sustituido al presidente del Poder Ejecutivo, Estanislao Figueras, decidieran que había que construir una República federal que elaborase una Constitución federal, la cual no tuvo la oportunidad de implantarse, porque los poderes fácticos pusieron en práctica las maniobras que secularmente han desarrollado para subvertir el orden institucional o todo aquello que pudiera comprometer los intereses de las clases dominantes.

Y lo hicieron al lomo del caballo del general Pavía, que junto con algunos guardias civiles asaltó el Congreso (como si fuera una premonición de lo acaecido el 23- F de 1981), poniendo la República bajo mando militar hasta el pronunciamiento del general Martínez Campos, que proclamó rey a Alfonso XII.

Una anécdota significativa fue que quien trasmitió la orden al general Pavía que Castelar había dimitido, y que tenía que ponerse manos a la obra, fue el ministro de Ultramar, marqués de Muni, el canario León y Castillo.

Esta Constitución federal, que fue abortada, tenía una idea para resolver el problema territorial de la nación española, y avanzaba hacia un contrato confederal que diera satisfacción a todas aquellas peticiones de los diferentes territorios que la componían.

Así, en su artículo I, se lee: "Componen la nación española los Estados de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, la Vieja, Cataluña, Extremadura, Cuba, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia y Vascongadas".

Todo este recordatorio viene a cuento por la problemática suscitada en la actualidad por las exigencias territoriales de Cataluña y Euskadi, a las que se podrían dar respuesta no solo a estas, sino al resto de las autonomías, mal llamadas nacionalidades (término que no dice nada, y sí naciones), para evitar asimetrías territoriales irreconciliables.

El mapa que han definido las siete Constituciones españolas no es una foto fija. Las vicisitudes históricas han resuelto las dificultades: unas por las buenas y otras por las malas. Pero si se volviera la mirada hacia la solución confederal, nadie tendría que rasgarse las vestiduras, porque no habría frustración alguna ante el avance pretendido de unos y el retroceso de otros. Todos los territorios tendrían los mismos derechos y acatarían un contrato común confederal.

Tomar ejemplo de aquella Constitución que un caballo montado por la insurrección de un general mandó al traste daría solución a la preocupación que se vive, y, además, no sería ajeno a lo que acontece en el confederalismo de la Unión Europea, reflejado en el Tratado de Lisboa.