Franco, el dictador que se murió en la cama de viejo, nos dio cuarenta años de democracia a punta de bayoneta y tribunales de orden público. El hombre que eligió para perpetuar su régimen dictatorial nos llevó hasta una democracia que nos ha dado cuarenta años de libertades y de progreso. Los hombres y mujeres de la Transición, distanciados por tantos abismos, rencores y recuerdos, fueron capaces de extender la mano y estrechar la del otro. Los hijos de los vencedores y de los vencidos acabaron con las dos Españas que siempre terminaban helando el corazón.

El Congreso celebró ayer el aniversario de la democracia de un país de ciegos que son incapaces de reconocer lo que hemos avanzado en cuatro décadas. El virus de la destrucción se ha colado en el sistema operativo español de manera irremediable. Tanto, que el rey Juan Carlos I, el monarca democrático que deshizo los nudos que la dictadura había dejado atados y bien atados, ni siquiera fue invitado a un acto en el que, ya puestos, sobraban muchos antes que él. Ni sus muchos errores personales ni el desastroso ocaso de su reinado se merecían un desaire público de esa calaña.

Pero estamos donde estamos. Al borde del precipicio. La monarquía hereditaria repugna a la razón, pero no a la democracia parlamentaria. Con los mismos argumentos, cualquier tipo de gobierno es una dictadura sobre la libertad individual del ser humano. Las sociedades se dan formas de coexistir y la nuestra, durante cuatro décadas, ha sido la de un rey sin poderes y unas Cortes todopoderosas. Es legítimo que muchos sueñen con una futura república. Pero es una necedad que la acción política se convierta en un teatro de muecas, gritos, carteles y cagarrutas mediáticas a mayor gloria de los telediarios. Se pueden cambiar las instituciones siempre que se respeten las instituciones.

Lo que nos proponen los que consideran que todo está mal produce vértigo. El Estado pretende ser disuelto trasladando la soberanía nacional a nuevas nacionalidades que quieren ser estados soberanos. Mañana Cataluña. Pasado el País Vasco. Y el último, que apague la luz. Los que cabalgan el descontento confunden la igualdad de derechos y servicios con el igualitarismo social, un rumbo que empieza con de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades y acaba con un desfile triunfal de una gran masa de ciudadanos marchando al paso de la oca.

La foto del Congreso fue un cuadro de El Bosco. Los catalanes avisando otra vez de que se marchan. La bancada de los claveles reivindicando a los rojos. Los rojos reivindicados saludando a aquellos de la derecha con los que construyeron el país. Pedro Sánchez, el hombre que nos sacará del CETA, sólo en una grada de invitados mientras González y Guerra recordaban abajo lo grande que fue la socialdemocracia española que nos metió en la OTAN y la CEE. Jarrones chinos felices del pasado y jóvenes iracundos cabreados con el presente. Ellos serán los que nos joderán el futuro. Al tiempo.